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Hay tantos caminos como uno quiera recorrer, dependiendo de quién haga de guía, y cada uno encierra su propia historia, pero todos llevan indudablemente al mismo lugar. En este caso, al mismo molino. El proyecto de la Fundación Lidia García ataja una nueva ruta temática por las antiguas berreras de Firgas en su afán por recuperar el patrimonio natural y cultural de Canarias de la mano de las personas mayores. Además, un equipo de profesionales especializados en Historia, Geografía, Sociología, Pedagogía y Turismo se encarga de preparar a estos guías y orientar las acciones del programa.
La cita comienza en el mismo centro del municipio para recorrer uno de los tramos de la ruta, que concluye en el barranco de Azuaje, pero que en esta jornada llegará hasta el conocido Molino de Agua de Guadalupe. Una veintena de personas de varias edades se arremolinan a la espera de formar parte de una experiencia donde lo que prima, más allá de los datos, son las historias.
Nada más empezar, don Ramón Martín coge una caña y, cuchillo en mano, se dispone a pelarla concienzudamente hasta dejarla lista para emprender un camino que en otro tiempo era uno de los más transitados de la isla. Junto a la carretera, camino del barranco, aún pueden verse restos de antiguas plantaciones de berros, el producto más comercializado de la zona, y pronto sale a relucir una de las personalidades clave en el municipio: don Juan Rodríguez Pérez. Nacido en Valleseco, donde llegó a ser alcalde, era propietario de una gran finca en la que dio trabajo a varias personas del pueblo. «Era muy querido porque ayudó a salir adelante a mucha gente, y en Navidad siempre daba una gran cesta», señala Carmela Ponce, bisnieta del antiguo dueño del molinero, conocido como Pancho el ligero. También era recordado por sus fiestas, que celebraba frecuentemente en el salón de su casa, aún en pie, y por albergar la primera ordeñadora eléctrica que solían visitar personas de otros municipios. «Su pasión eran las vacas», recuerda. En una época en la que la ganadería era el principal motor de la economía hasta el auge del turismo en los años sesenta, Juan Rodríguez era un referente en el sector y a menudo se hacía con premios en las ferias.
Ya adentrándose en el Barranco de Guadalupe, el camino de tierra se salpica de mayores piedras –una suerte de pavimento para «las bestias»– y de vegetación. Es lo que sucede con los antiguos senderos, la mayoría sepultados por la maleza como consecuencia del abandono del tránsito. Don Ramón y su caña avanzan con paso lento y firme recitando chistes gomeros y cantares que se transmitían oralmente de padres a hijos, mientras que Carmela lleva el paso más ligero, haciendo honra al mote por el que se conoce a su familia, al tiempo que agarra alguna que otra planta. «Antes, por el camino íbamos pillando lo que había para comer –explica junto a una tunera a la que está a punto de abordar–: fruta, hinojo, tregolina... Ahora eso solo lo hace la gente del campo, que sabe distinguir una mata de otra».
Al paso se cruza un horno de teja abandonado por el que lo más pequeños del grupo empiezan a sentir curiosidad. Algunos lo han confundido con uno de cal –no en vano en la zona hay varios– por lo que don Ramón procede a explicar cómo se encendía a base de mezclarlo con agua, y cómo, una vez hechas las brasas, se «bautizaba» con ron. «Lo peligroso no es la cal en sí, sino que al mezclarse con agua se produce una reacción que alcanza los 800º, por eso había que tener cuidado al transportarlo y con las propias gotas de sudor, que podían quemarte sin querer». Una vez caliente, recuerda «arrimar» las batatas al calor del horno y el sabor de éstas una vez guisadas.
La siguiente parada es en la zona del Trapichillo. Miguel Ángel Benítez, uno de los técnicos que acompañan al grupo, llama a reflexionar sobre este nombre y su origen. Como bien explica, procede de los trapiches o molinos que se usaban para extraer el jugo de la caña de azúcar, uno de los primeros cultivos que se imponen en las islas tras la conquista de los castellanos. La energía que alimentaba esta producción, previa a los tiempos del carbón y la revolución industrial, era la madera, por lo que se comienza a talar toda la zona. «Esa es una de las principales razones que contribuyó a la desaparición del Monte Doramas, que ahora es un espacio protegido al que pertenece, precisamente, este barranco», señala Benítez.
El paisaje va descubriendo más cuevas-estanque, senderos alternativos y otras anécdotas –como la de Mensa, que indica cómo se cambiaba de ropa en el barranco cuando iba a lavar para, así, llegar a casa con todo limpio– hasta el mentado molino. En realidad, la maleza impide llegar hasta él y sólo se puede observar desde la casa del molinero, que aún posee algunos objetos antiguos en su interior. «En otro tiempo esto estaba lleno de plataneras, berros y ñames, estaba precioso», explica Carmela rememorando su niñez. Cuenta que su bisabuelo se encontró por aquel entonces una casaca de dinero de plata que empleó en la compra del molino. Sin embargo, su constructor fue don Anselmo Rodríguez, señala Benítez, y a él acudían personas de todas partes para moler el grano, «incluso desde Moya», señala Carmela.
Lo curioso, sin embargo, es que su ubicación está «alejada de la mano de Dios», ya que, ciertamente, está lejos de la acequia de Arucas, la de Firgas y el resto de molinos situados en la zona de la Goleta, por ejemplo, donde la fuerza del agua se ha aprovechado tradicionalmente. El motivo, coinciden los sabios guías intérpretes, es que justamente en ese lugar existía una caída de agua lo suficientemente importante como para realizar esta construcción, aprovechando todos los nacientes y escurrentes de la acequia.
Por otro lado, el oficio del molinero, afirma don Ramón, era uno de los más rentables porque «hacía de todo». Muchos aprovechaban para vender ron, por ejemplo, y pronto sale un nuevo concepto a explicar al grupo de caminantes: la maquila. Se trata de la parte proporcional que se le pagaba al molinero en especie, si no era con dinero.
Las horas del mediodía se echan encima y hay que deshacer lo andado. La jornada ha sido sólo un tentempié de lo que será esta ruta pero, desde luego, todos regresan a casa con la satisfacción de haber compartido esta experiencia y sabiendo que, quizás, en el futuro sean ellos los sabios guías de otra generación.
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