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Momentos antes se había roto la rutina en el yacimiento. Uno de los voluntarios, como quien grita eureka, hizo parar al resto. Había aparecido otro trozo, pequeño, pero todavía cortante, de obsidiana, aquella piedra tan singular que usaban los indígenas como instrumento de trabajo. Es justo por instantes como ese por los que la arqueología seduce tanto a Gisele Gómez Wulff, una trabajadora del sector turístico que, sin embargo, pasa sus días libres arrodillada y al solajero en una ladera con vistas al punto en el que confluyen los barrancos Real de Telde y el de San Roque.
Gisele es voluntaria de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Gran Canaria, entidad centenaria que ha decidido colaborar con el último proyecto en el que está embarcado Abel Galindo, reconocido arqueólogo y también divulgador de la Canarias prehispánica. Experto y con una larga trayectoria, advierte tras unos segundos con la pieza entre sus manos: este trozo es de Hogarzales (una mina de obsidiana en una montaña de La Aldea). Lo sabe, según cuenta, por el tipo de piedra, porque es gris azulada. «La de Mogán es más negra», se explica.
Ambos, especialistas y voluntarios, están excavando en un yacimiento de la llamada Finca de Malverde, en Tara, y lo hacen para una intervención arqueológica que durará tres meses y que ha sido financiada insólitamente por un ciudadano particular, Bentejuí Motas García, propietario del enclave. Vive apenas unos metros más abajo y compró las cuevas y las parcelas aledañas a finales de 2022 con un propósito claro: que recuperaran su lugar en la historia.
Lo tuvieron, y tanto que lo tuvieron. Porque la hipótesis con la que trabaja Galindo es que este emplazamiento indígena, reciclado tras la conquista para fines agrícolas y ganaderos, y abandonado y convertido casi en estercolero en las últimas décadas, aparece documentado en el primer mapa que se conserva del Telde del siglo XVI, obra del ingeniero italiano Leonardo Torriani, mandado por Felipe II a las islas con el encargo de visitar todas las fortificaciones del archipiélago canario e informar sobre la mejor forma de completar su sistema defensivo.
Pero hay algo que no cuadra. En aquel plano, que se conserva en la Universidad de Coimbra (Portugal), Torriani dibujó una cueva, y no cuatro (si se cuenta una casi sin fondo y colmatada de residuos), que es el número de oquedades que hoy conforman este yacimiento. Estaban, pero ocultas. Así lo apuntan por ahora los indicios hallados durante la excavación por Galindo, su equipo de profesionales de Arkeos Arqueología y los seis voluntarios sumados a la iniciativa. «Cuando Torriani hizo el plano, solo dibujó aquí una cueva, pero había más, solo que pensamos que estaban selladas y conectadas por dentro, se accedía hasta ellas por pasillos internos».
De entrada, estas cavidades eran más grandes, o más profundas, pero han perdido parte de su fachada producto de la erosión o, incluso, de la acción humana. A esta evidencia se le une uno de los principales hallazgos de estos sondeos: las dos cuevas más espaciosas del enclave estaban conectadas entre sí por un pasillo de 1,50 metros de altura por el que casi cabe una persona erguida. Notaron que había un nivel de relleno y excavaron.
Y un tercer indicio: un orificio abierto en la mitad superior de una de las paredes de la llamada cueva del pajar. «Llegamos a plantearnos que pudo ser un marcador, pero hemos constatado que no; nuestra hipótesis es que debió ser la entrada original al complejo, escalonada; sucedeen muchas cuevas indígenas, y no solo en aquellas que se usaban para el almacenamiento de granos», añade Abel Galindo. «Nos habla del uso de un espacio en cueva con tránsito interior, no exterior», concluye.
La excavación acabará el próximo 18 de agosto y ya han hallado tres estructuras en superficie y tres suelos de ocupación en tres puntos distintos del yacimiento. Uno de ellos en el pasillo recientemente descubierto y otros dos en donde la gente de la zona siempre interpretó que debió ser una era agrícola y no lo fue. Las piedras que se adivinaban en superficie ocultaban en realidad los restos de al menos tres estructuras con 2 focos de combustión u hogares.
En la parte central de la cavidad principal, que durante siglos debió servir como establo, hallaron abundante relleno de loza canaria de La Atalaya, en concreto, restos de tostadores y bernegales, todos de época histórica e interés etnográfico. Estas cuevas estuvieron dedicadas durante años a la actividad agrícola y ganadera y eso no solo dejó huella en los rellenos que han quedado, sino que ha limpiado mucha de la de los indígenas.
Calculan, por ejemplo, que el suelo actual de la cueva del Pajar puede estar formado por un relleno de 40 centímetros compactado de estiércol y otros materiales. Al empezar a retirarlo han hallado agujeros que no tenían un fin ritual, sino para asentar bien los postes que debieron colocar para apalancar el techo, tanto en época prehispánica como posterior. Eran palos de bastante grosor.
En la parte exterior del yacimiento, donde la supuesta era, el trabajo de los arqueólogos de Arkeos y los voluntarios Gisele, Paula, María, Daniel, Erik y Miguel ha permitido hallar numerosos restos de industria lítica y cerámica indígena que ayudarán a escribir la historia de este enclave. Además, una costilla de ovicáprido será remitida a un laboratorio en Miami para datar el yacimiento.
Cuando culmine la excavación, Galindo redactará la memoria, que quiere que esté lista antes de fin de año. Después intentarán recabar apoyo del Gobierno de Canarias. Motas no pedirá subvenciones, solo meses de excavación. Y al Ayuntamiento de Telde, el impulso para hacerlo visitable. Su sueño es que los escolares aprendan historia entre estas cuevas.
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