La Atalaya, el rincón de Santa Brígida que esconde tradición
Este pueblo de casas-cueva mantiene viva su identidad alfarera entre fiestas, música y el arte del barro
Las manos de Gustavo Rivero y Domingo Díaz trabajan el barro con la misma destreza que sus antepasados hace siglos. En el Centro Locero de la Atalaya, estos artesanos perpetúan una tradición que define la esencia misma del pueblo. «La Atalaya sin la loza prácticamente no tendría identidad», asegura Domingo.
En 1802, la gran mayoría de personas del pago talayero se dedicaban al oficio locero, y aunque los tiempos han cambiado, el espíritu permanece. El centro que dirige Gustavo lleva 28 años funcionando, inaugurado en 1997 como heredero directo de la tradición que Francisco Rodríguez Santana, 'Panchito', mantuvo viva en su casa-alfar, hoy convertida en museo.
«Aprendí con Panchito, que estaba aquí al lado», cuenta Gustavo. «La tradición se ha transmitido de padres a hijos a lo largo de los años, durante siglos, posiblemente incluso tenga alguna vinculación con la cerámica que hacían los antiguos canarios», dice. La Atalaya de Santa Brígida constituía hasta principios del siglo XX uno de los poblados trogloditas más singulares del archipiélago, y fue la actividad locera lo que la distinguió en toda la isla desde el siglo XVII.
En el edificio moderno del Centro Locero, que contrasta con las casas-cueva tradicionales del entorno, se imparten clases, talleres y se reciben visitas de turistas y colectivos que llegan buscando conocer este patrimonio vivo. «Es cultura, es identidad, es un legado», resume Gustavo, consciente de que sus manos moldean no solo el barro, sino también la memoria colectiva del pueblo.
A escasos metros, Chago Marrero observa desde la puerta de su casa-cueva cómo los visitantes se acercan fascinados por este mundo que él lleva defendiendo desde que tiene conciencia. Se ha convertido en el alma del movimiento asociativo del pueblo, el hombre que lucha por mantener vivo no solo el arte del barro, sino también el espíritu festivo que caracteriza a La Atalaya de Santa Brígida.
«En el pueblo todo son cuevas», explica Chago, señalando las viviendas excavadas en la roca que rodean el caserío. «Era como vivía la gente antes», explica. Las casas-cueva, que fueron hogar de alfareros durante generaciones, ahora conviven con las nuevas construcciones, pero siguen siendo el corazón histórico del lugar.
El gofio del Molino San Pedro, en La Atalaya de Santa Brígida, se elabora desde hace 75 años de forma artesanal y natural, sin añadir sal ni azúcar
Las fiestas marcan el calendario talayero como un rosario de celebraciones que Chago ayuda a organizar: el Festival de Blues, las fiestas de San Pedro en junio, la Fiesta del Barro en la primera semana de julio, y en septiembre la fiesta del Cristo, «un fin de semana muy vecinal, con la romería». También está la Carrera de los Alfares, donde los trofeos giran en torno a la cerámica, manteniendo viva la conexión entre deporte y tradición. «Al atalayero le gusta más una fiesta que comer», bromea Chago, aunque reconoce que «la juventud ha cambiado, no canta folklore ni se viste de tradicional».
Su preocupación es palpable: «Hace falta darl un empujoncito turístico», dice, recordando que «hace 40 años Pepe traía a turistas en bicicleta... ahora eso se ha perdido».
Ese Pepe es José Rodríguez Sánchez, 'Pepín', dueño de El Cafetín, el establecimiento que desde 1948 funciona como punto de encuentro del pueblo. «Solo hay dos bares, es punto de encuentro», explica Pepín, que no suele abrir por las mañanas porque sabe que «los vecinos van a partir del mediodía». Su local se anima especialmente cuando organiza música en vivo, convirtiendo el espacio en el corazón social de La Atalaya.
«Yo de aquí no me iré nunca. Me lo paso mejor que nadie», dice Pepín, que participa activamente en las fiestas con su música, creando esa banda sonora que acompaña las celebraciones del pueblo. Su cafetería es el lugar donde se cuecen las historias del día a día, donde se planifican las fiestas y donde los vecinos se reúnen para mantener vivo el espíritu comunitario.
La ermita de la Concepción y San Francisco está cerca, declarada de interés histórico y construida en 1733 con piedra de una cantera cercana, custodia siete tumbas de la época del cólera de 1850. Aunque todavía no está abierta al público, el colectivo de Chago la limpiaba hace unos años, consciente de que cada piedra cuenta una historia. Es por eso que Chago cree que La Atalaya tiene todo para ser un referente turístico: «Hay un gran potencial. Tenemos historia, fiesta, buena gente... falta explotarlo aprovechando que la caldera de Bandama está al lado».
Mientras tanto, las manos de Gustavo siguen moldeando el barro, Chago continúa organizando fiestas y Pepín mantiene abierto el punto de encuentro del pueblo. Entre los tres, y con ellos toda la comunidad, mantienen viva la esencia de un lugar donde el tiempo parece haberse detenido para preservar lo auténtico, donde cada pieza de loza que sale del horno es un pedazo de historia que se resiste a desaparecer.
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