Una vuelta a la isla redonda
Jinámar, el pueblo que sigue oliendo a caña dulceGuarda una historia centenaria de cultivos azucareros y sus vecinos reivindican sus señas de identidad para combatir los prejuicios. Piden que se cuide la Sima, tumba de infamia para no olvidar el pasado
Apenas unos kilómetros separan el pueblo de Jinámar del bullicio del centro de la capital grancanaria, pero basta cruzar sus límites para sentir que se entra en un lugar con otra velocidad. No es la distancia la que marca la diferencia, sino el pulso. Un lugar con siglos de historia agrícola que recuerda sus orígenes cada 8 de diciembre con la Fiesta de la Caña Dulce y la fiesta dedicada a la Virgen de la Concepción. Y que multiplicó su población a finales del siglo XX con el Polígono.
Jinámar se extiende entre dos municipios -Las Palmas de Gran Canaria y Telde, donde se asienta el pueblo primigenio- como si tejiera un puente entre historias que no caben en los mapas. Nació al abrigo del barranco que le da nombre y se alza por laderas antes llenas de cultivos que guardan siglos de memoria. También a ambos lados del barranco y entre los dos municipios se empezaron a levantar a finales de los años 70 el Polígono de Jinámar con sus edificios sociales que miran de frente las casas terreras del pueblo.
Al llegar a su plaza principal frente a la iglesia de la Inmaculada Concepción, se siente que se ha llegado a un lugar donde todavía es posible reconocerse. No en la arquitectura, ni en el paisaje urbano, sino en los gestos: en las conversaciones diarias en la plaza, en las miradas que se cruzan sin prisas y en los nombres que aún se recuerdan. Es un barrio que a pesar de todo, conserva intacta su alma de pueblo. En Jinámar la vida se cuenta, comparte y se escucha.
La Fiesta de la Caña Dulce, cada 8 de diciembre, refleja las tradiciones agrícolas y el espíritu comunitario de Jinámar.
Victoria Pérez Castro es una vecina que llegó en 1970 y lleva toda su vida en el barrio. «Cuando vine aquí no había sino 50 o 60 casas, la iglesia, la casa parroquial y un par de casitas desperdigadas. Calles, sólo una. Lo demás era risco y ladera», cuenta. Pero su testimonio no se limita a la nostalgia. Hablar con Victoria es abrir una ventana a un barrio que se construyó con las manos, la paciencia y el afecto de quienes lo habitan, junto a ella el resto de vecinos de la plaza, comparten su punto de vista.
Hoy, cuando se menciona Jinámar, «muchas veces se hace desde el prejuicio», se quejan sus vecinos. Pero basta escarbar un poco —a veces literalmente— para encontrar una comunidad que resiste, que recuerda y que exige su lugar en la narrativa histórica de Canarias.
La vida en Jinámar tenía otra riqueza: la del respeto mutuo, los vínculos comunitarios y la alegría compartida. «Era maravilloso. Éramos como una familia. Los jóvenes trabajaban, los mayores cuidaban el entorno. Esos tiempos no han vuelto, pero los valores sí pueden quedarse, ahora el papel es de los jóvenes».
La mirada de Victoria y los vecinos desde la plaza está lejos del lamento fácil. Hablan con orgullo de años en los que el barrio vibraba durante las fiestas de la Inmaculada, cuando se iluminaban las calles, se ponía cera en el suelo y hasta los fuegos artificiales dibujaban la imagen de la patrona. «Me da pena cómo está ahora, sí. Pero aún hay tiempo, si hay ganas», comenta Victoria.
La Sima: silencio que resiste
En la memoria de Jinámar hay lugares que laten con una intensidad distinta. La Sima de Jinámar es uno de ellos. Un tubo volcánico que es hoy memoria de la infamia. Guarda dentro los restos de los tiempos más oscuros del país, una tumba de la represión franquista. Desde allí hay un vista panorámica del pueblo y del polígono. La sensación es de nudo en el estómago.
Manuel Rodríguez Hernández, Lolo para los vecinos, lo sabe bien. Es uno de los fundadores de una de las primeras asociaciones vecinales de Canarias. «Subimos cada 1 de noviembre. Empezamos en plena dictadura, el Día de los Difuntos, porque era la única fecha que la Guardia Civil toleraba para ir a dejar flores», relata. Aquellas subidas se convirtieron en actos silenciosos de resistencia. En 1994, la Sima fue declarada Bien de Interés Cultural (BIC) y en 2023 Lugar de Memoria Democrática. Aunque años antes, añade Lolo, se intentó tapar esa memoria con toneladas de escombros. Y hoy, afirma, sigue siendo necesario cuidarla del abandono.
Tras la Marcha Verde de 1975, muchas familias canarias y peninsulares que trabajaban en el Sáhara fueron evacuadas y realojadas en el polígono de Jinámar, en Gran Canaria.El primer bloque fue entregado por el Gobierno en 1980 a los exiliados, marcando el inicio de un nuevo núcleo habitacional en la isla.
El pueblo guarda vestigios que resisten al olvido. La iglesia de Jinámar, construida en el siglo XIX y dedicada a la Inmaculada Concepción, ha sido un referente religioso, social y cultural clave en la identidad del pueblo. Junto a ella, destacan la Casa del Ermitaño, una construcción de más de 500 años envuelta en leyendas, símbolo de espiritualidad y conexión con la naturaleza; y la Casa de la Condesa, antigua residencia señorial y centro agrícola que fue pilar económico de la zona hasta el siglo XX, hoy parcialmente en uso por una asociación vecinal pese a su abandono. Todo ello se entrelaza con la Fiesta de la Caña Dulce, que se celebra cada 8 de diciembre y es un reflejo vivo de las tradiciones agrícolas y del espíritu comunitario de Jinámar. La festividad se remonta al siglo XVI y está intrínsecamente ligada al cultivo de la caña de azúcar, que tuvo un papel importante en la historia económica y social de la zona.
La historia de Jinámar pervive en las vivencias de Victoria o Lolo, de los vecinos que cada día se reúnen en la plaza o suben a la Sima para no olvidar. Sí, es un barrio con heridas. Pero también «con dignidad, cultura y futuro».
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