Epidemias: memoria grancanaria
Hace un año, el sábado 14 de marzo de 2020, la mayoría de la población, pese a noticias y comentarios muy diversos, se encontraba inmersa en sus ocupaciones habituales del fin de semana. Algunas incluso plácidamente entregadas a la práctica deportiva
juan josé laforet
Domingo, 14 de marzo 2021, 00:48
El paso de epidemias terribles, ante las que la población europea, siglo tras siglo, debió entregarse con todos sus recursos y capacidades, señaló de tal manera a muchas ciudades y amplias áreas del viejo continente, que pronto surgieron muy distintos monumentos conmemorativos de aquellas tragedias, usualmente al modo de columnatas, que no sólo rememoran el sufrimiento, la lucha frente al contagio y la capacidad de resiliencia de la población, sino que hoy son parte del paisaje urbano y elementos identitarios de estas urbes. Baste recordar la Columna de la Santísima Trinidad, en la plaza del mismo nombre en Budapest (Hungría) en recuerdo de las víctimas de las pavorosas epidemias de peste de 1691 y 1709, la afamada Columna de la Peste de Viena (Austria), erigida en pleno corazón de la ciudad en recuerdo de las más de cien mil víctimas que se cobró la peste en 1679, o los afamados monumentos de Bratislava (Eslovaquia) o de Praga (República Checa).
La memoria de epidemias y hambrunas, que diezmaron a la población de forma significativa, o que afectaron cruelmente la economía y los medios de vida de los insulares, siempre estuvo muy presente entre la población grancanaria, desde que la peste, según testimonios documentales, hizo su primera aparición en Gran Canaria en el año 1512, cuando aún la Villa del Real de Las Palmas apenas despegaba en su urbanismo y en su demografía. Siglo tras siglo, quizá sin tener un conocimiento preciso de fechas y cifras, en el seno de las familias, en la memoria personal de sus habitantes, siempre se transmitió, de una u otra forma, el temor a la arribada de una nueva epidemia (entre las que también se contaban las hambrunas y las plagas de langosta), pues a ellas se asociaban muchas desgracias y determinadas leyendas dramáticas y luctuosas.
La población grancanaria advertía como estas islas, tan alejadas de los tres continentes atlánticos y, además, con unas comunicaciones no tan frecuentes, no se libraban de ver a la 'danza de la muerte' poner sus pies en ellas, a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX, en forma de epidemias de tabardillo, sarampión, gripe, fiebre amarilla o cólera, frente a las que se contaba con recursos asistenciales o de higiene pública muy limitados. Pensemos que el primer cementerio –tal como lo entendemos en la actualidad- de Las Palmas de Gran Canaria, el de Vegueta, no se abrió hasta 1811 y a prisa y corriendo, precisamente para dar sepultura en un lugar alejado a los cientos de cadáveres que dejaba la fiebre amarilla.
La memoria de epidemias y hambrunas siempre estuvo muy presente entre la población. El confinamiento se llevó casi dos largos meses; se asumía algo no visto por las actuales generaciones
Pero si una epidemia dejo huella imperecedera en la inmensa mayoría de las familias grancanarias, una estela que aún se podía percibir con claridad en los años sesenta y setenta del siglo XX, esa fue la del cólera de 1851. A muchos de niño nos llegaron historias, leyendas, expresiones fraguadas en la memoria de aquella tragedia, que se llevó por delante a casi el diez por ciento de la población de esta isla. Curiosamente, ni la gravedad con la que también se presentó aquí la denominada 'gripe española', al final de los años veinte del siglo pasado, anuló la memoria del cólera, que siempre fue tenido como la epidemia paradigmática de una isla que, siglos tras siglo, vivió una y otra epidemia. Quizá aquí no haya monumentos, ni columnatas explícitamente erigidas para conmemorar aquellas tragedias y honrar a sus víctimas, pero cuando se habla de cólera –o, en menor grado de fiebre amarilla o de vómito negro- todo el mundo pone su mente en esa pequeña ermita, en lo alto de la Atalaya de Santa Brígida, donde quedan a la vista las tumbas de muchos fallecidos en la epidemia de 1851, visibiliza esos lugares donde se improvisaron enterramientos en diferentes lugares de la isla, o recuerda la presencia del Cementerio de Vegueta, donde tanto en 1811, como en 1851, se acumulaban los cadáveres insepultos, pues no había manos suficientes para inhumarlos y cubrirlos de cal con la celeridad necesaria. Hoy la Cruz neogótica del cementerio veguetero, diseñada por Manuel Ponce de León en 1862, podría ser considerada como la columnata en memoria de todas las epidemias que asolaron la isla, y en algún espacio de la misma, sin quebrar su identidad patrimonial, colocar una placa en este sentido.
Junto a ello un libro, «Consejos de Higiene Pública a la ciudad de Las Palmas», del médico y escritor Domingo José Navarro y Pastrana. Una publicación del año 1896 apenas conocida hoy, pero que nació en la mente de su autor motivada por el recuerdo de las terribles epidemias que asolaron la isla ese siglo XIX, y en las que él mismo, en muchas de ellas, tuvo que intervenir como médico y sufrir como ser humano. Un libro que es todo un monumento y un referente de la memoria que los grancanarios mantuvieron de esas trágicas epidemias. D. Domingo en su obra no se recató en señalar con mucha claridad como la «…higiene en toda su extensión (pública y privada) es la vanguardia de la medicina que acompaña a la humanidad desde el engendro y el nacimiento hasta la muerte y la sepultura…Nadie puede eximirse de sus preceptos sin ser anticipadamente y con premura borrado de la lista de los vivientes…», una afirmación, que parte de la congoja de una memoria trágica, pero que cobra en estos días, tras un año de dura y grave pandemia, una ineludible actualidad.
Hace un año, el sábado 14 de marzo de 2020, la mayoría de la población, pese a noticias y comentarios muy diversos, se encontraba inmersa en sus ocupaciones habituales del fin de semana. Algunas incluso plácidamente entregadas a la práctica deportiva, alejadas del mundanal ruido, como corredores de montaña y senderistas que, en horas de la tarde, al llegar a distintas localidades insulares se encontraban con que debían trasladarse a sus domicilios lo antes posible, pues la orden de confinamiento sería publicada en pocas horas y nadie, sin autorización expresa, podría permanecer en la vía pública. Aquello sobrecogió el pensamiento de toda la población, a la que, quizá como una ráfaga del subconsciente colectivo, volvió un temor innato a lo que una epidemia podría suponer en la isla. Y esta prevención no fue en vano. Día tras día, a lo largo de los meses siguientes, las cifras y los datos más duros llenaban las páginas de los periódicos –que enseguida cobraron un formato inusual, adaptado a aquella trágica situación- y de los espacios de los informativos, mientras que las redes sociales se convertían en una lúgubre y desesperada corriente, en la que muchos se hundían entre bulos y noticias sin contrastar. Sin embargo, la población grancanaria volvió a demostrar su gran capacidad de resiliencia, de sacrificio, para afrontar aquella situación, pues no podía permitir que trajera las aterradoras escenas de un pasado no tan lejano en la memoria insular.
El confinamiento se llevó con entereza casi dos largos meses; se asumía algo no visto por las actuales generaciones, colas ante los supermercados, farmacias y quioscos, guardando una distancia amplia entre una y otra persona, miedo a un posible desabastecimiento de todo tipo de productos –lo que luego, afortunadamente, no se dio gracias a una acertada y dura gestión de los distintos sectores empresariales- , o a observar la continua presencia en las calles de fuerzas policiales y de las fuerzas de seguridad del estado, pero que eran acogidas con aplausos y vítores, pues todo el mundo entendía que estaban allí, afrontado una situación también muy peligrosa para ellos, para garantizar que todo estaba controlado y que la epidemia se podía frenar, al igual que se generalizó la cita diaria de aplausos al atardece para animar a todo el personal sanitario, que día a día se dejaba la piel y la misma salud en atender a los cientos de enfermos que llegaban a los hospitales. Tras casi dos meses de confinamiento, las dos horitas de paseo, en el entorno del domicilio habitual, que se permitieron como primera medida de apertura, se convirtieron una jubilosa y ordenada convivencia vecinal, que recuperaba no sólo la calle, sino un sentido de la libertad, y sobre esa escena parecían sobrevolar los últimos versos de poema de Paul Eluard, 'Liberté', «…Y el poder de una palabra /me hace volver a la vida/nací para conocerte/y nombrarte/libertad», pues ahora comenzaba el verdadero y más duro camino para recuperar esa liberación, el de superar completamente la pandemia, y eso sólo se podía hacer con el concurso de toda la población asumiendo sus responsabilidades, como ya hicieron los grancanarios en otras epidemias, en otros siglos.