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El presidente Pedro Sánchez se dirige a Pablo Casado durante uno de sus enfrentamientos en el Congreso. efe

La bronca y la crispación han marcado la vida política desde el comienzo de la crisis sanitaria

La incapacidad para ponerse de acuerdo en uno de los momentos más difíciles del país alimenta el hartazgo de la ciudadanía

Loreto Gutiérrez

Madrid

Domingo, 14 de marzo 2021, 00:50

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Aparcar las diferencias y buscar la unidad es, o debería ser, empeño común de los responsables políticos cuando un país atraviesa momentos críticos. Esa es la teoría. Pero la realidad se ha desvelado muy distinta a lo largo del último año. Desde que el Gobierno de Sánchez decretó el estado de alarma el 14 de marzo de 2020 y confinó a la población en sus domicilios para frenar la pandemia de Covid-19 hasta hoy, cuando ya se atisba el final de la tercera ola pero no se ha conjurado el riesgo de que haya una cuarta, la bronca partidista ha venido contaminando sin tregua la vida política. El ruido, la estridencia y la arbitrariedad de quienes tienen que tomar decisiones vitales -literalmente en este caso- han contribuido a alimentar el hartazgo de la ciudadanía, cuando no el bochorno.

Que la armonía no iba a reinar en el Congreso aunque el país esté inmerso en una pandemia global que arrasa miles de vidas y hace girones la economía quedó patente desde muy pronto. Los debates de las sucesivas prórrogas del estado de alarma fueron caldo de cultivo para la crispación política. Los apoyos asimétricos del Gobierno giraron desde el inicial respaldo mayoritario, aunque a regañadientes, hasta el voto en contra de los principales partidos de la oposición, lo que hizo que en cada vez que se prorrogaron las medidas restrictivas -alguna por la mínima- el resultado de la votación fuera diferente.

Todo se convirtió en asunto susceptible de ser motivo de bronca, por encima en muchos casos de las prioridades para salvar vidas. Desde el color de la corbata del presidente a raíz de declaración de luto que el PP exigía como un mantra y el PSOE aplazó a mayo, hasta la trágica contabilidad del número de muertos, con baile de cifras incluido. El Congreso se asemejó demasiadas veces a un patio de colegio o a uno de esos programas televisivos donde personajes de todo pelaje se insultan a destajo para subir la audiencia. En pocas ocasiones la crispación política ha estado tan enconada como durante el último año aciago. El nivel de descalificaciones y exabruptos llevó demasiadas veces a desviar el foco de una realidad dramática que hubiera exigido otra actitud de los representantes públicos.

El desencuentro se ha mantenido cuando el asunto a abordar ha sido cómo articular las ayudas para paliar el impacto de la pandemia, devenida ya en grave crisis económica y social además de sanitaria. Tampoco en ese punto ha sido posible el consenso. A las discrepancias partidistas se sumaron las diferencias entre autonomías y de estas con el Estado respecto a las medidas pertinentes para frenar contagios, con Madrid a la cabeza de las comunidades reacias a imponer restricciones severas. Y por si poco fuera, a lo largo de los últimos meses han ido saliendo a la superficie las divergencias internas entre los socios del Gobierno bipartito, con PSOE y Unidas Podemos a la gresca por el contenido de varios proyectos legislativos en trámite.

En estos días en los que se conmemora el centenario de la muerte de Eduardo Dato, que fuera presidente del Consejo de Ministros asesinado a tiros en 1921, no falta quien recuerde su llamamiento a mantener la altura política: «Es necesario, señores, que anime siempre nuestros debate un espíritu de concordia, de tolerancia, de recíproco respeto, para que el Parlamento viva siempre rodeado de aquella grandeza, de aquel prestigio que necesitan las instituciones fundamentales». Poco caso le hacen un siglo después.

El año transcurrido desde el inicio de la pandemia ha estado salpicado de acontecimientos que han influido de forma directa en el devenir político. Tres elecciones autonómicas, las vascas y gallegas el 12 de julio, recién salida la población del confinamiento domiciliario y aún con medidas muy restrictivas, y las catalanas el pasado 14 de febrero, que se celebraron tras algún intento fallido de aplazarlas, han determinado los movimientos de las diferentes fuerzas políticas, posicionadas en cada caso en función de sus intereses electorales.

El trámite y aprobación a final del año pasado de los Presupuestos Generales del Estado (PGE) de 2021 escenificó también a las claras la posición de cada cual. Sin unas nuevas cuentas estatales era imposible habilitar los paquetes económicos de ayudas -aún estaban vigentes los Presupuestos de 2018-, y el Gobierno logró sacarlos adelante con más apoyos de los que tuvo en la investidura frente al bloque formado por PP, Vox y Ciudadanos.

Por medio hubo hasta una moción de censura contra Sánchez, promovida por Vox con Santiago Abascal como candidato a la Presidencia del Gobierno, que nunca tuvo la mínima posibilidad de prosperar y contribuyó un poco más a la imagen de la política como circo de varias pistas. El debate de la moción dio lugar sin embargo a un punto de inflexión: la ruptura de Pablo Casado con la formación de extrema derecha, a la que atacó con una contundencia inédita hasta entonces en un intento de marcar diferencias para frenar la fuga de votos.

El acercamiento que no acabó de cuajar entre PSOE y PP

El ruido político se tomó un breve respiro a finales de febrero, cuando tras el varapalo de las elecciones catalanas el PP se mostró dispuesto al diálogo con el Gobierno para pactar la renovación los órganos pendientes. La tensión entre los dos grandes partidos se relajó por unos días y se notó durante la comparecencia del presidente Sánchez para dar cuenta de la gestión de la pandemia. Al llamamiento a la unidad contestó Casado con una apuesta por ensanchar el espacio de la moderación para afrontar la reconstrucción del país. Pero todo quedó en un espejismo. Hubo acuerdo en RTVE pero se frustró el pacto para renovar el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional.

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