«Nos mueve un exceso de confianza que nos impide ver nuestros propios sesgos»
El neurocientífico argentino exploró en su intervención cómo la confianza, el pensamiento crítico y el propósito sostienen lo humano en tiempos de ruido, incertidumbre y certezas instantáneas
María Borja
Viernes, 24 de octubre 2025, 08:44
Mariano Sigman siempre le ha intrigado esa frontera difusa entre la ciencia y lo humano. Desde sus años de formación, se ha preguntado por qué ambos mundos se perciben como opuestos. «Nunca entendí esa diferencia», admite. «Pensar analíticamente o buscar la verdad no puede estar desligado de lo sensible, de lo que nos pone en movimiento». Su curiosidad lo ha llevado a indagar, desde la neurociencia, en las zonas más ambiguas del pensamiento: por qué creemos lo que creemos, cómo elegimos, de qué modo confiamos. En su participación en el II Foro Líderes con Propósito, Sigman habló de esa confianza que sostiene lo humano incluso cuando el mundo parece perder pie. Y lo hizo, como acostumbra, con humor e ironía. «Decimos lo humano y pensamos en lo compasivo, lo noble. Pero lo humano también puede ser mezquino, temeroso, egoísta. Entender cómo pensamos cuando creemos estar siendo racionales es, en el fondo, una forma de conocernos».
Para ilustrarlo, evoca un experimento clásico. Dos figuras: una redondeada, otra con picos. Una se llama Buba y la otra Kiki. Casi todos asignan el primer nombre a la forma suave y el segundo a la angulosa. «Nadie nos enseñó eso, pero lo hacemos sin darnos cuenta, de manera inconsciente. Nuestro cerebro busca patrones, incluso allá donde no existen. Y muchas de nuestras ideas, intuiciones o decisiones nacen así, de un mecanismo automático».
La confianza, explica, se edifica sobre esa arquitectura de intuiciones. «Vemos un rostro y en un segundo decidimos si nos inspira fiabilidad. Si cambiamos levemente la forma de la boca o de las cejas, cambiamos también el juicio. Saltamos a conclusiones con una convicción desproporcionada, aunque no tengamos ningún dato real. Somos animales de certezas rápidas». Y sin embargo, advierte, esas certezas pueden ser peligrosas: «Nos comportamos como si conociéramos más del mundo de lo que realmente sabemos. Nos mueve un exceso de confianza que nos impide ver nuestros propios sesgos».
La viralidad de la lógica
Esa tendencia explica por qué prosperan las narrativas simples, incluso las falsas. Sigman recuerda el caso del politólogo que creó un bulo para estudiar su propagación: los pájaros, sostenía la noticia, no existen; son drones de la CIA. «El rumor no prendía hasta que añadió un detalle: 'por eso se posan en los cables eléctricos, para cargarse'. Y entonces se volvió viral. No por verosímil, sino porque ofrecía una explicación lógica. Al final, lo que nos seduce no es la verdad, sino la lógica».
Para el neurocientífico, esa credulidad no debería avergonzarnos, sino alertarnos. «Todos participamos de los delirios colectivos. No se trata de reírse de quien se equivoca, sino de entender por qué lo hacemos».
Lo paradójico es que cuanto más incierto es el entorno, mayor parece ser la confianza subjetiva. «Cuando hay ruido, cuando todo es volátil, deberíamos dudar más, pero ocurre lo contrario. Saltamos a conclusiones con más fe que nunca. Como si el vértigo nos empujara a afirmar lo que no comprendemos». De ahí su defensa del
pensamiento crítico. No como un ejercicio de escepticismo permanente, sino como un modo de humildad intelectual. «Pensar bien no es tener razón, sino saber cuándo podemos estar equivocados. Es dudar con elegancia».
La rigidez, mala consejera
En sus investigaciones sobre cómo se forman las ideas, Sigman ha comprobado que las conversaciones fallan no tanto por las diferencias como por la rigidez. «Cuando dos personas con visiones opuestas hablan con la mentalidad de que nada puede cambiar, no cambian nada. Pero basta un pequeño ajuste -predisponerse a escuchar, a mirar el mundo desde los ojos del otro- para que aparezcan espacios de acuerdo».
Esa flexibilidad, dice, es la que Montaigne practicaba en su torre, conversando consigo mismo. «Fue el primero en convertir la duda en una forma de sabiduría. Escribía para pensar, no para tener razón. Decía que había que abrazar al que nos contradice, no salir al ataque, disfrutar del diálogo en lugar de usarlo como arma. Aprender a saber lo que no sabemos». De esa filosofía nace su visión del propósito, que define como un contrato con el futuro. «En términos biológicos el propósito es dopamina. No es placer, como se suele decir, sino la molécula que nos permite proyectarnos hacia algo que todavía no existe. Es lo que nos hace levantarnos cada mañana».
Y lo ejemplifica con una imagen: el alpinista que escala un ochomil: «Sigue subiendo porque necesita que su vida tenga sentido. En lo cotidiano, eso mismo ocurre cuando hacemos algo que importa a alguien. La motivación no está en la meta, sino en saber que lo que haces tiene valor para otro». Ese vínculo, cree, es la esencia del propósito. «Lo humano no es solo la capacidad de pensar, sino de dar entidad a las cosas, de reconocer el valor de lo que nos rodea. Cuando alguien nos escucha de verdad, cuando nos mira y valida lo que hemos hecho, eso tiene un poder transformador».