Están por todas partes. Solo hay que salir de casa en cualquier ciudad y empezar a recorrer las calles para encontrárselos. En los barrios más verdes, son los protagonistas de frondosos parques y hasta de pequeños bosques urbanos. En los menos, se cuelan en algunos jardines o en los bordes de las aceras. Sea como sea, ahí están los árboles, acompañando cada día el trajín urbano. Y, más allá de su poética, funcionan como testimonio accidental de aquellas cosas que deberían ser mejoradas.
Casi se podría decir que, como el canario que antiguamente bajaba a la mina, los árboles son centinelas que dan la señal de alerta de que algo va mal. «Podemos entender las plantas como bioindicadores de calidad del aire», explica al otro lado del teléfono Iker Aranjuelo Michelena, investigador del Instituto Navarro de Agrobiotecnología (IdAB), del CSIC y el Gobierno de Navarra. «Aunque los efectos no se ven a corto plazo, no es como la covid-19 o la gripe que uno se infecta y a los pocos días ya tienes síntomas. La contaminación tiene efectos visibles a largo y medio plazo», recuerda.
Aun así, 'escuchar' a las plantas y en especial a los árboles urbanos es clave para entender qué está ocurriendo y cómo las emisiones del tráfico están afectando al entorno y, de forma indirecta, a la salud humana.
Aranjuelo Michelena es el científico titular de un estudio que ha realizado, justamente, esa pregunta: se ha fijado en los árboles y lo que dicen sobre la calidad del aire de las ciudades.
El equipo eligió el tilo, porque era una especie presente en las calles de las áreas urbanas que usaron como espacio de investigación —Pamplona y San Sebastián—, y se quedaron con lo que ocurrió durante y tras el confinamiento como baremo.
Sensores naturales para monitorizar
«Estábamos trabajando en temas de biomonitozación y la pandemia fue una oportunidad buena para demostrar el hecho de que nuestros hábitos de vida, en concreto el uso del transporte privado, tienen implicación en la calidad de aire», apunta.
La reducción de la movilidad durante el confinamiento les permitió comparar qué ocurría en ese año anómalo con lo que pasaba en los anteriores. «Los efectos son bastante claros: se ven a nivel de gases —los óxidos de nitrógeno o de azufre, el monóxido de carbono— que bajaron y en algunos metales pesados, que algunos también lo hicieron», apunta.
La presencia de estos metales pesados abre además otro punto clave a la hora de analizar cómo y por qué contaminan los vehículos. Cuando se piensa en la calidad del aire y en sus efectos en la salud, las personas tienden a pensar en los gases.
El investigador concede que tiene su lógica: al final, es lo que percibimos a simple vista. En verano, los habitantes de ciudades como Madrid o Barcelona pueden ver esas boinas de polución si pasa mucho tiempo sin llover. Fuera de ellas, cualquiera se habrá fijado en qué sale del tubo de escape de algunos coches de combustión, que van dejando su pequeña nube gris a medida que circulan.
Metales pesados arrojados a la atmósfera
Sin embargo, eso no es todo lo que los vehículos están emitiendo. El desgaste de los neumáticos y de los frenos arrojan a la atmósfera partículas de metales pesados, que tienen también un efecto sobre la salud medioambiental y la humana.
Tenerlo presente es especialmente importante porque, al final y por mucho que se haga una transformación del parque móvil por modelos que no usan combustibles fósiles, frenos y ruedas es algo de lo que no se puede prescindir (el investigador apunta, eso sí, que ya hay quienes trabajan para crear ruedas más eficientes).
Esto no quiere decir que no se pueda hacer nada para cambiarlo. Mejorar la ventilación de las calles o transformar los patrones de tráfico podría reducir la concentración de esos metales pesados, pero también algo tan simple como usar más el transporte urbano o ir en bici o andando a más sitios —y para esto ideas como la ciudad de los 15 minutos ayudan— tendría un impacto positivo.
Entre las consecuencias que estos metales pesados pueden tener en la salud de las personas se encuentran los problemas cardiovasculares, desde afectar a quienes padecen enfermedades respiratorias a vincularse a cuestiones como las muertes prematuras o el cáncer. La mala calidad del aire mata en Europa a unas 300.000 personas al año, según una estadística de la Agencia Europea del Medioambiente de 2019: es como si desapareciesen todos los habitantes de una ciudad de medio tamaño como Vigo.
Además, este estudio no es el único que se ha preguntado por el impacto que tienen estos elementos en la contaminación. Investigadores de la Universidad de Viena acaban de encontrar microplásticos vinculados al desgaste de las ruedas en las lechugas: el viento y las aguas residuales son los culpables de llevarlos desde las carreteras a los campos de cultivo.
La ciudadanía investiga
Pero ¿qué aportan los árboles al estudio de estas cuestiones? Volviendo a Iker Aranjuelo Michelena, el investigador explica que, al final, las estaciones que miden la calidad del aire en las ciudades son un parque limitado —esto es, hay un número concreto de estaciones y en ciertos lugares específicos— pero eso no ocurre con los árboles, que están por todas partes.
«Son muy importantes», puntualiza sobre estas estaciones, «pero nuestro trabajo es un complemento. La ventaja es que árboles hay en casi todas las ciudades y no tienes que hacer nada especial —ni montar una infraestructura específica— para medir la calidad del aire de tu zona», indica. Solo hay que arrancar alguna hoja, meterla en un sobre de muestras y llevarla al laboratorio para ser procesada y descubrir qué puede contarnos.
De hecho, el proyecto de ciencia ciudadana del que es ahora mismo responsable este investigador parte de esa realidad. Fitorrastreando el aire de mi ciudad (fitoRASTREANDO), del Instituto de Agrobiotecnología (IdAB-CSIC) y Mutilva, está convirtiendo a los propios ciudadanos en Navarra y País Vasco en fuentes de información sobre el aire.
Los participantes —repartidos por localidades de lo más diverso de las dos comunidades autónomas— reciben una maceta con 'ryegrass' —«esta planta que se usa en jardines y campos de fútbol»— y deberán tenerla en un sitio abierto de su casa durante dos meses. Tras ese período, se convertirá en una muestra científica que explicará cómo de limpio o no está el aire de su localidad.
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