España es el país donde más tarde se muere la gente, a las 85 años (de media). Está claro que esto no es sostenible. Lo dice el presidente de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el mexicano Ángel Gurría, en referencia al sistema de pensiones vigente, que va a traer en los próximos años una generación de viejos pobres, porque a ese incremento de la edad se deben sumar otras dos cosas. El número de ancianos crecerá porque hace más de medio siglo se disparó la población, y a todos les va llegando la hora. Mientras, el número de jóvenes disminuye de forma trepidante, y los que están apenas van a encontrar oportunidades de trabajo. Dicho de otro modo, el gasto se está disparando y los ingresos para financiar la vejez no dejarán de menguar, mientras la financiación del sistema sólo dependa del mercado laboral. Si además se añade la escasa inteligencia aplicada en el manejo de los tiempos de bonanza, es obvio que el panorama es inviable. Desde hace décadas, pero entonces no importaba nada.
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Hace cinco años el todavía ministro japonés de Finanzas, Taro Aso, mostró una sinceridad abrasiva, cuando pidió a los ancianos que se den prisa en morir, porque mantenerlos con vida le sale muy caro al sistema público. Así quienes puedan pagarse un tratamiento al margen tendrán mayores expectativas. La distancia entre ricos y pobres aumentará sin remedio, y con esa diferencia, los mecanismos de dominación se fortalecerán. Mientras se generan impuestos para atender muy dudosas urgencias, el empeño en mantener las pensiones sin más nutrientes que las aportaciones de cada generación parece una consigna moderna. Y sólo es una calamidad.
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