De los cuatro elementos básicos de la naturaleza, al que más teme el canario es al fuego. Puede apreciarse de vez en cuando, porque aparece indómito y sin aviso. No hay parte meteorológico que lo advierta, ni señales de su llegada. Esa presencia arrolladora a menudo provoca hondos pesares; esta misma semana ha costado la vida a una persona que no supo esquivar las llamas, y son cuantiosos los daños que va dejando a su paso.
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La vida en el campo tiene marcadas sus exigencias en función de la convivencia con la naturaleza. La tierra es frecuente motivo de disputa, en la política es habitual la polémica por el uso del suelo, cuando no es una moratoria es una licencia y cuando no, un enredo urbanístico. Hay jueces especializados en la materia, mientras duerman los volcanes.
Con el agua pasa otro tanto. El último verano ha sido un extenso caldo de cultivo de tensiones, porque el aprovechamiento de las aguas no alcanza a ser tan limpio como presumen los que se dedican a tratarla. Venga del mar o de la lluvia, el isleño está creído de que tiene dominadas las aguas, aunque conviene leer la reciente lección magistral de Manuel Lobo en la ULPGC para entender que el agua sabe más de nosotros que a la inversa.
Mayor es el desprecio con el aire, que como ni se ve ni se toca, pues se maltrata sin compasión. La factura ya la está pasando, pero el hombre moderno no alcanza a comprender en qué consistirá el castigo.
Nada de esto ocurre con el fuego. Mientras dura, se acaban las rencillas, se superan las rivalidades, La humildad se palpa entonces porque las personas se buscan para compartir refugio. Lo saben las montañas y los dioses, el fuego limpia. Como el agua o el viento, se mueven en equilibrio. Cuando uno escasea, actúa el otro. Lo extraño es que la lección se olvide tan pronto.
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