Ante un parlamento sin garantías, el Estado ha respondido con un recital de letanías monocorde y sensiblero. La celeridad en el ejercicio de la justicia tampoco es el valor más señalado del actual sistema, por lo que no sería extraño que el resultado de aplicar la jurisdicción vigente se materialice después del otoño, cuando se hayan caído las hojas urgentes del calendario.
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Es evidente que es más fácil el encierro preventivo de un titiritero por hacer el payaso que el de uno o varios parlamentarios por pervertir el orden establecido, dicho sea sólo en modo descriptivo porque así van ocurriendo las cosas. También resulta obvio que en ambos bandos de la actualidad catalana son hegemonía los interesados en la confrontación. El caldo se guisa con la explícita renuncia del aparato central del Estado a cualquier gesto político ante un sector amplio de aquella sociedad.
Esas nocivas terapias de silencio tienen sus cómplices también en el bando separatista. Sólo esa conjunción de intereses explica el avance de las dinámicas de tensión en estas sociedades sin polo de solidaridad. Dicho de otra manera, dos no pelean si uno no quiere, y en el caso catalán, está visto que la bronca abre rutas de escape cuando la marea de la corrupción amenaza los pertrechos de los grupos dominantes en ambas orillas.
Una sociedad que tolera y paga porcentajes fuera de la ley es capaz de aceptar atajos parlamentarios sin alterarse, y es por eso que no se producen en la calle mayores reacciones de enojo ante las prácticas filibusteras. De algún modo, se impone la fuerza de la costumbre. La misma que permite votar a corruptos confesos, y entregarles la gestión de los asuntos públicos sin mayores remilgos. No es que España se fracture con estos referendos servidos a domicilio. Es que España es así. Y Cataluña, en esto, tampoco es tan diferente.
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