Saramago: Restauración de los orígenes
Fernando Gómez Aguilera
Lunes, 20 de julio 2020, 07:05
Cuando, en enero de 1953, con 29 años apenas recién cumplidos, José Saramago concluyó de mecanografiar el texto definitivo de Claraboya, ya había publicado una novela, Tierra del pecado (1947), y dado a conocer varios cuentos breves en revistas y periódicos de Lisboa tenemos noticia de que escribió en esta etapa embrionaria en torno a quince relatos, entre otros, La muerte de Julián (1948), Sr. Cristo (1950), Muerte de hombre (1950), e Inundación (1951). En el camino de iniciación a la literatura, se acumulan otras tentativas dentro de la prosa de ficción, todas ellas inconclusas o apenas esbozadas: La miel y la hiel, iniciada en 1951 (141 folios); unas notas para Rua; algunos apuntes destinados a El sistema; y Los emparedados (61 folios), acompañados de un documento de 16 páginas, donde, además de consideraciones sobre la eventual obra, traza una psico-cartografía de juventud. La producción de este período correspondiente a su prehistoria literaria entronca con la estética neorrealista, si bien incorpora herencias del modelo naturalista, ocupándose de situaciones, por lo general, sórdidas, desenvueltas en ámbitos urbanos a diferencia de lo que sucedía en su primera obra de ficción, sobre todo, que se corresponden con la ciudad en la que ha crecido, donde reside, Lisboa. Le atraen los ambientes y personajes marginales; refleja los apuros económicos de las clases humildes, su macilenta lucha por la vida, desprovista de heroísmos; se adentra en el interior conflictivo de los personajes, en sus aspiraciones frustradas y en sus derrotas diarias; detiene su mirada en ásperos comportamientos sexuales; escruta relaciones interpersonales, especialmente las concernientes a la pareja y la familia; y coloca bajo su microscopio las convenciones sociales y los hábitos individuales, con una voluntad testimonial, pero, en última instancia, crítica. Dibuja un panorama sombrío, desencantado, reverberación, a su vez, de una época histórica la dictadura de Salazar tras la segunda posguerra europea desolada, dura y ramplona, replegada sobre sí misma, vacía de horizontes. Claraboya fue víctima del infortunio, arrastrando a Saramago a su eclipse literario, en buena medida. Hasta 1966 no imprimiría su siguiente título, los poemas de Probablemente alegría, tardando 24 años en dar a la imprenta una nueva novela, Manual de pintura y caligrafía (1977). En efecto, una vez concluida la novela, un pintor amigo, José Maria Figueiredo Sobral, vinculado a Diário de Notícias, se ofreció a entregar el manuscrito a la Editóra Nacional con el propósito de que valorasen su publicación. Saramago, que, al parecer, no había tomado la precaución de guardar una copia del original mecanografiado en su última versión, no recibió respuesta entonces. Sólo en 1988, cuando ya era un nombre de prestigio, la editorial se puso en contacto con él para comunicarle que, en una reorganización de los archivos, había aparecido su antigua obra ¡35 años después!, en cuya impresión y difusión estaban interesados. El célebre autor de El año de la muerte de Ricardo Reis se encargó personalmente de recuperar el manuscrito el 7 de enero de 1988, negándose a su publicación mientras estuviera vivo. Si atendemos al plan de trabajo que figura en el cuaderno de notas de la novela, el grueso de Claraboya habría sido redactado en marzo de 1952, en el breve periodo de tiempo que transcurre entre los días 19 y 27, en jornadas, primero de mañana y tarde y, luego, en sesiones nocturnas. Por entonces, José Saramago, que se había casado en 1944 con la pintora Ilda Reis y era padre de una hija, trabajaba como oficinista, calculando subsidios y pensiones. Por problemas políticos relacionados con las elecciones presidenciales de 1949, se había visto obligado a abandonar su anterior ocupación. Su situación emocional es acorde con el desolado tono moral del país. Sumergido en una etapa de efervescencia creativa mientras las necesidades materiales familiares le aprietan, debe buscarse la vida infatigablemente, acosado por los rigores económicos. Le caracteriza un marcado pesimismo existencial provocado tanto por sus frustraciones personales -inseguridades, alienación, relación sentimental insatisfactoria, mundo laboral trivial-, como por la situación política y socio-económica del país, chata, deteriorada, mísera, que sufre con incomodidad y disgusto. Su conciencia se instala en el malestar y la desazón. Se percibe a sí mismo inmerso en un tiempo de fracaso y disolución, embarrancado, sin porvenir. En unas notas inéditas que redactó, en torno a 1953, para la preparación de la novela inconclusa Los emparedados, confesaría: «Quiero, sin duda, escribir una novela de amor, pero quiero también, y eso no es menos importante, escribir la historia de unos cuantos representantes de una generación fallida e inútil. ¿O estaré generalizando un hecho que sólo a mí me incumbe? Creo que no. Esta sensación de somnolencia, de apatía, de apagada y vil tristeza no es sólo mía. Sobrevuela la atmósfera, la respiramos, la absorbemos y nos hundimos en ella». Proclive a la introspección, es por entonces un hombre desasosegado, complejo e introvertido, que una y otra vez desciende a sí mismo y analiza su relación con el entorno. Un joven desconocido de extracción muy humilde, que experimenta en carne propia las dificultades de ser aceptado como escritor e ingresar en los círculos de la burguesía cultural de su país; que se siente sumergido en la impotencia, consciente de su aislamiento; y que, inconformista, aspira a despojarse de la soga que lo asfixia. Convierte entonces la literatura en un instrumento de indagación en sí mismo y en el contexto, en un recurso de intelección y de denuncia solapada, pero también en una fórmula terapéutica. En las notas preparatorias de Los emparedados a las que he aludido, declara, erosionado por las dudas: «Tal vez no consiga escribir esta novela. Tendría que poner excesivamente de mí para que fuera creíble. Hace quince años que buceo dentro de mí mismo. ¿Para qué seguir? Pregunta sin respuesta. Creo que no tengo otra salida sino seguir buceando dentro mí mismo. No conozco nada más». De modo que la experiencia de su vida entra en el cuerpo de la literatura. En el escenario de la férrea censura de la dictadura salazarista no era factible publicar una novela que planteara una crítica política explícita, pero en Saramago ya estaba incorporada esa sensibilidad. No se desprende de la lectura de Claraboya, donde el distanciamiento con la coyuntura se encara, en todo caso, a través de un testimonio que denuncia mediante la representación construida de la realidad próxima concreta, pero exento de alusión política directa. Sin embargo, sí es explícito en otros textos coetáneos, como las citadas notas preparatorias de Los emparedados: «Tenemos (nosotros, los que la tenemos) una doctrina y estamos obligados a esconderla, a pesar de la certeza de que su aplicación sería un paso para la plenitud del hombre. Las circunstancias son más fuertes que nuestra voluntad. Nos doblegamos, nos callamos, nos avergonzamos de nosotros mismos y de la tierra en que vivimos. De ahí nuestro aire taciturno, esta melancolía, este pesimismo, este sueño. Pero su sueño tiene el aire de un presentimiento. Y es este presentimiento de algo que vendrá, de algo que será nuestra vida verdadera, para la que nos preparamos en el silencio y en la humillación, lo que nos impide nuestra caída en la derrota». «En todas las almas, como en todas las casas, además de fachada, hay un interior escondido». Saramago antepone esta explícita cita de Raul Brandão a Claraboya. Sin duda, se trata de un epígrafe declarativo, que expresa a la perfección la intención del autor: traspasar la apariencia para sumergirse en las zonas ocultas de la conciencia y en los comportamientos privados, con el propósito de explorar la psicología de los integrantes de seis familias que habitan sendos pisos de un mismo edificio. El relato se articula a partir de una mínima acción, tejida en torno a enredos que afectan a cada unidad de inquilinos, trenzándose en ocasiones las hebras banales de sus insignificantes vidas cotidianas, y distribuida sobre la base de una ajustada estructura circular. La mención de Brandão, que habla de casas y almas, de fachadas e interiores, funciona como un verdadero programa de intenciones. Ofrece cobertura metafórica al empeño narrativo del escritor, construido sobre el eje conceptual que proporciona el título del libro: una claraboya cuya transparencia deja al descubierto las entrañas del inmueble, franqueando el paso a los espíritus inquietos, deseosos de captar la realidad desde nuevas perspectivas, para que puedan escrutar la intimidad cotidiana de los personajes, y más allá de observar sus rutinas, tengan la oportunidad de penetrar en su psique (el recurso no es ajeno a la tradición literaria. Baste recordar, en la cultura hispánica, El diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara). En unos apuntes sobre la novela conservados en su archivo, escribiría: «En el techo hay una claraboya. Por ella entra el sol y la luna, y acecha la curiosidad de los pájaros libres». El desvelamiento del interior del edificio, la tela de araña donde se entretejen y destejen los hilos invisibles que sujetan las vidas banales de sus moradores, no será sino un correlato simétrico del descubrimiento del interior de los individuos que lo habitan. Saramago destapa su predio lisboeta con el propósito de adentrarse en la naturaleza de los secretos de nuestra condición, de acceder al gran teatro de la vida humana, concentrado, en su caso, en un microcosmos que cobija 18 existencias enmarcadas en una coyuntura concreta: la Lisboa de comienzos de la década del cincuenta bajo la dictadura de Salazar. La onda expansiva de la significación evoluciona desde la escala más reducida, la individual, al espacio intermedio del edificio, que se convierte, en última instancia, en metáfora del país, último reducto de sentido novelesco. En los apuntes previos a la redacción de la novela en 1952, anota: «de arriba abajo el edificio es triste», añadiendo que «tiene, todo él, un aire de condenado que ya se resignó a la pena», que «es como una gran caja cerrada en donde se mezclasen en forzada compañía amores y odios, dedicaciones e indiferencias, rabias y temores, y también vicios y flaquezas. Y bondades. Y pocas certezas y algunas esperanzas». No se requiere gran perspicacia para proyectar tales coordenadas al Portugal del momento, concebido como un enrocado engranaje de edificio-país. El hastío de las vidas que se convocan en el relato, la mediocridad y ausencia de horizontes, las estrecheces y cicaterías morales, la frustración y el desamparo que se desprende de la indagación en la cotidianeidad de los seres humanos que se cobijan en la vivienda conciernen al clima de enclaustramiento y trivialidad que caracteriza al conjunto de la nación. El cuadro de costumbres que dispone José Saramago parece cargado con el arma del diablo. Está lejos de perseguir un propósito de consagración del encuadre pintoresco, de canonización amable de la rutina. Antes al contrario, el cronista refleja la cotidianeidad de seres anodinos que se desenvuelven en un día a día insustancial, sometidos a pasiones y comportamientos grises o hipócritas cuando no sórdidos con la intención de reprobar un mundo decrépito, mísero. La voluntad de crítica social tutela el libro haciéndose visible a través de los trazos seleccionados para materializar el retrato del personaje colectivo de la obra, pero también mediante los vacíos insinuados, mediante la entrelínea fuerte de esta novela rica en sugerencias e insinuaciones, inmersa en el fértil terreno de la connotación. Saramago se sirve de la elipsis para reforzar su discurso literario, apremiado por el imperativo de la censura, de modo que por la vía de la analogía pueda desplazarse la dimensión individual y grupal al alcance social. Y de la confrontación del talento del joven escritor con esa hosca imposición cristaliza una atmósfera densa y elocuente, hasta convertirse en uno de los rasgos fuertes de la narración, a la que no favorece la publicación y recepción asincrónica a que se ha visto forzada, privándola de su contexto histórico y estético natural. En las notas preparatorias de Claraboya insiste en adoptar la perspectiva del cronista planteándose hacer «una pintura fiel». Pero el suyo es un realismo adjetivado: un realismo social, interpretado por la fuerte presencia del narrador omnisciente. En este sentido, el clima de decadencia general de la época se traza, por infiltración o deducción, a partir de la fotografía demoledora que se hace de la familia, un núcleo de relaciones malogradas y degradantes, sometidas a la insatisfacción, la desventura o la abulia. Una línea en la que insisten las miserias morales y la infelicidad generalizada de la mayoría de los personajes a la que ha de agregarse el yugo de los instintos el sexo, la prostitución, el homosexualismo, el odio, la dominación; la degradante gelatina de la precaria economía familiar; o la crítica de roles y convenciones, sobre el telón de fondo de una Lisboa cenicienta, lluviosa, monótona, que envuelve la musculatura anémica de un tiempo y una respiración mezquinos. Claraboya es, sobre todo, una novela de personajes, una urdimbre de psicologías atrapadas en la rutina, el desasosiego y la desdicha: un tejido de conciencia colectiva con valor de caja de resonancias. El lector se enfrenta a una ficción coral, urbana, armada mediante una mecánica que se fundamenta en la alternancia sucesiva de capítulos, cada uno de los cuales se dedica a una familia, hilvanados con el bramante de tramas mínimas, segmentadas por unidad familiar, entrecruzándose en algunos casos. José Saramago manifiesta una indudable capacidad para el retrato en este texto que lo coloca en el preludio de la madurez literaria, interrumpida y retardada en el tiempo. Recurriendo al todopoderoso narrador y, en particular, al diálogo como elemento de caracterización, brillantemente construido, como luego será habitual en el Premio Nobel, logra perfilar subjetividades fuertes, seres vigorosos. Mujeres dignas en la derrota Justina o Lidia que prefiguran sus grandes personajes femeninos, y hombres como Abel, Emilio y Silvestre, en los que el autor se derrama y recompone su figura, depositando en ellos buena parte de sus angustias y tribulaciones. Lo cierto es que unas y otras circunstancias estimularon su aptitud para mirar con agudeza y originalidad el mundo, profundizar con finura en las relaciones humanas, y adentrarse en el interior de los seres humanos, viéndolos, como podrá hacer más tarde Blimunda, desnudos, transparentes. El futuro Premio Nobel detendrá su atención en hombres y mujeres que encarnan el antihéroe, vidas sin gloria, prosaicas y apagadas, seres condenados, prisioneros de sus derrotas, alejados de la felicidad que anhelan, consumidos en la bruma de su nada rutinaria, aunque se trate, o precisamente por ello, de una nada poderosa, capaz de dibujar con sus trazos melancólicos los barrotes del mundo que la fabrica: «Tedio y nada más. Cansancio de vivir, eructo de digestión difícil, náusea», como pensará Abel, condensando el espíritu de la novela, el signo de su época. Frente a las armas literarias que mostraba en su primera ficción, Tierra del pecado (1947), convencional, rural, aferrada a la retórica del naturalismo, Claraboya, tiene otro alcance. Escrita con desenvoltura y llaneza, bien resuelta técnicamente, estimable en cuanto síntoma de su tiempo y testimonio generacional, Claraboya no empobrece la bibliografía de Saramago. Siendo una novela de época, admite ser leída como una unidad arqueológica que reúne atributos de la personalidad del gran escritor por venir: la ironía; su sentido del humor literario; la relevancia que adquiere el narrador; la voluntad de matizar la percepción y ahondar en vertientes reflexivas instrumentalizadas, en ocasiones, a través de una suerte de monólogo interior; su afecto por la música clásica Beethoven, Honegger, Donizetti; o el afán en eludir la visión frontal de las cosas para aproximarse a su meollo, desvelando la realidad. Tan tempranamente, se advierte ya su inclinación a revisar dogmas, patente en su amable pero acerada crítica a Pessoa, por su poesía gratuita. Su fuste trasgresor y provocador puede identificarse en la lectura aplicada de La religiosa, de Diderot, trasladando el lesbianismo si bien de forma apenas insinuada, pero haciéndolo incestuoso a una de sus criaturas, Isaura, atraída por su hermana; o, en un sentido más general, a rebufo del naturalismo, se aprecia también en la presencia que la fuerza natural del sexo y el erotismo descarnado tienen en sus entregas de estos años de formación. En el broche del último capítulo, relevante en la narración, Saramago plantea algunos de sus asuntos mayores: el pensamiento concebido como virtud noble (Silvestre); la metáfora del ver y la necesidad de abrir los ojos; la reflexión sobre el mal, intrínseco al ser humano «si los hombres se odian, nada se puede hacer», fuente de su pesimismo la vida entendida como “una lucha de fieras» (Abel); y la concepción del amor como fuerza de redención y transformación personal un amor lúcido y activo», pues «la vida sin amor es un estercolero, una ciénaga» (Silvestre). Una perspectiva de anticipación que, agregada a los valores autónomos de la obra, le confiere un valor histórico literario no desdeñable. Aunque ni el estilo ni la personalidad literaria de este título póstumo pueda asimilarse a las grandes obras que hicieron merecidamente célebre y singular al escritor portugués, en los destellos de este temprano manantial, no dejan de reconocerse aquellas aguas cristalinas.
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