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La idea surgió un domingo. Era final de mes y la comida prácticamente escaseaba. «Era estudiante, no tenía para pedirme un Glovo, tenía un filete de carne feo en la nevera, pero que sea feo no significa que esté malo», por lo que terminó cocinándolo y comiéndolo. El estómago respondió bien y la situación devino en una suerte de bullying: «No paraban de hacerme comentarios del tipo 'si no sabes si está bueno, dáselo a Pablo'». Pero también en una oportunidad, que surgió de la reflexión: ¿Cuánta comida en buen estado se desecha?
El biotecnólogo Pablo Sosa, natural de Gran Canaria y de tan solo 29 años, es el protagonista de esta escena tan cotidiana, que le llevó a impulsar un proyecto de etiquetas inteligentes contra el desperdicio alimentario. Lo hizo junto a sus compañeros de estudios y de piso Luis Chimeno y Pilar Granado. La iniciativa es una de las diez reconocidas con el Premio Jóvenes Inventores 2025, de la Oficina Europea de Patentes (OEP), y fue seleccionada por un jurado independiente entre más de 450 candidatos.
La idea cobró forma en el curso académico 2017-18, cuando los tres jóvenes decidieron participar en un proyecto de emprendiduría de la Universidad Miguel Hernández de Elche, Alicante, donde se formaron en Biotecnología. Ya en junio de 2019, constituyeron formalmente la empresa Oscillum, con Sosa como CEO, a través de la cual producen estas etiquetas, entre otros productos.
Las etiquetas biodegradables, formalmente denominadas biosensores, ofrecen información en tiempo real de la frescura del alimento, gracias a que cuentan con unos indicadores inteligentes en una matriz de polímero biodegradable, tal y como detalla la OEP en un comunicado. Así, cambian de color en función de la actividad bacteriana del producto, relacionada directamente con su descomposición.
El objetivo es ir más allá de las fechas orientativas de caducidad y de la simple apariencia de la comida, para tomar decisiones sobre salud alimentaria y evitar el desperdicio. Esto último contribuye también a la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero y al fomento de una alimentación eficiente.
Lo cierto es que solo en la Unión Europea acaban en la basura más de 59 millones de toneladas de alimentos al año. El desperdicio se eleva a los 132 kilos por persona, lo que a su vez supone la pérdida de unos 132.000 millones de euros, según datos de la Comisión Europea.
Este etiquetado se puede aplicar en productos frecos, envasados o no, ya sea carne, pescado, frutas o verduras, y tiene un coste realmente competitivo. «Cada etiqueta puede salir dos céntimos y el pack un euro», reseña Sosa. Algo que, sin embargo, puede ser perjudicial para la venta a consumidores particulares, a través de plataformas como Amazon, ya que «cuestan más los gastos de envío que el producto».
Precisamente, el biotecnólogo canario piensa que el futuro de la empresa pasa por la venta directa al consumidor y que para ello es fundamental el boca a boca.
La iniciativa aún no ha tenido calado en Europa, donde «interesa más la calidad que la seguridad del producto» y no está muy arraigada la mentalidad de que, «aunque no sea bonito, te lo puedes comer porque es seguro». Sosa insiste en que, para su implementación en el viejo continente, hacen falta partners que verdaderamente apuesten por ella o que se corra la voz entre la ciudadanía y sea esta quien la demande.
El equipo de Oscillum, conformado por cinco personas, se muestra abierto a recibir y conversar sobre el proyecto con las compañías o consumidores particulares interesadas.
Este etiquetado sí que se ha puesto en marcha en países de África, Sudamérica o el Sudeste Asiático, ofreciendo una solución a un problema básico, ya que en estos lugares escasean infraestructuras que garantizan la seguridad alimentaria, como son los sistemas de refrigeración. «Aquí, un producto en mal estado puede derivar en un día en el baño, allí puedes morir», ejemplifica Sosa.
Oscillum ha impulsado otro desarrollo que sí está teniendo recorrido en Europa. Se trata de otro sistema de etiquetas que permite detectar «cuándo la radiación ultravioleta es dañina para la piel», por medio de patrones de colores, del que ya están recibiendo feedback por parte de la población.
El científico grancanario señala que la empresa trabaja fundamentalmente en dos vías. Una de ellas consiste en «volver visible lo invisible», como son las bacterias o la radiación UV. Ahora también están indagando «cuándo se pueden utilizar medicamentos» dentro del sector farmacéutico.
En la otra vía emplean sus conocimientos para «actuar sobre lo que detectamos». Siendo así, han desarrollado un packaging que permite «matar a las bacterias patógenas cuando se envasa al vacío, sin la necesidad de ingredientes químicos». En esta misma línea, investigan un producto que disminuya la radiación UV para transportar alimentos y que no se rompa la cadena de frío.
Sosa repara en que el proyecto del etiquetado inteligente no hubiera salido adelante sin la financiación del Estado. Su equipo presentó el proyecto al programa de ayudas públicas de la Comisión Europea (CE) EIC, que es «supercompetitivo». Se quedaron a las puertas de conseguir la subvención, pero la CE destacó su labor. «Al final nos financió España, a través de los fondos Next Generation», agrega.
Ahora, Oscillum sobrevive gracias a este tipo de ayudas y a su variedad de productos. Eso sí, sigue en busca nuevos partners e inversores: «Hasta que no tienes las primeras métricas nadie te toca, pero cuando empiezas a tener visibilidad y productos en el mercado, empiezan a oírte los clientes».
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Abel Verano
Fernando Morales y Álex Sánchez
J. Gómez Peña y Gonzalo de las Heras (gráfico)
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