Vea la portada de CANARIAS7 de este sábado 6 de diciembre de 2025

Ite misa est

Aulas abiertas por Paco Javier Pérez Montes de Oca ·

La prohibición de celebrar misas en latín, por parte del papa Francisco, abre un debate en la Iglesia y amplios sectores intelectuales, laicos de la cultura

Pueden irse, la misa ha terminado». Más o menos era la traducción libre de la frase pronunciada por el sacerdote según el viejo rito, en latín, al terminar la celebración de la misa. Un compañero se extrañaba de que los curas no tuvieran otra forma de despedirse en las misas del internado porque creía que lo que él escuchaba se refería solo a su pueblo. Vivía en el pueblo grancanario de Temisas. De ahí la metátesis del latín macarrónico al español. Para los vecinos del pequeño y lindo pago canario que, como miles que vivieron una infancia olvidada, creía que su pago era el ombligo del mundo dirigido por el alcalde y el cura. Una mañana de domingo, callejeando por el barrió antiguo de la ciudad, me detuve en la ermita de San Antonio Abad, donde la placa de entrada recuerda que «en esta ermita oró Colón» alimentando las buenas vibraciones de la memoria. Un sacerdote estaba diciendo misa de espaldas a los fieles, cara al altar, según el rito antiguo antes de que el Concilio Vaticano II cambiara, para siempre, el signo de los tiempos de la Iglesia. A partir de entonces se cambió el «dominus vobiscum», rezado o cantado, el único momento en que el celebrante miraba de frente a los asistentes, provocador de tantos chascarrillos, por el, alto, claro, entendible de «el señor esté con ustedes». Como una premonición de siglos el papa Francisco, decidido a acabar con privilegios de la curia y burócratas del Vaticano y darle una pensada a tantos dogmas, sabedor de que lo de ser infalible, no se lo cree ni él ni el propio Cristo a quien representa, ha dictado la orden de que ningún eclesiástico, clérigo, obispo o cardenal, celebre misas en latín. Argumenta que, para unificar criterios en una Iglesia universal, (también aquí ha llegado la globalización), y evitar posibles cismas. Cismas que han existido incluso antes de que el emperador Constantino y luego Teodosio unieran en un solo poder, (reinos de este mundo y el otro) la espada y la cruz decretando como único credo permitido a la religión cristiana que, hasta hacía bien poco, era una secta perseguida, a martirio y muerte, por quienes la practicaban. Han respondido teólogos que esta medida no evitará que se sigan produciendo fugas en el seno de la Iglesia porque hombres y mujeres de todas las creencias e ideologías tienden a romper las normas y abrazar lo prohibido. En tiempos del papa Pablo VI ya un grupo de teólogos, intelectuales y escritores entre los que se encontraba Jorge Luis Borges, solicitaron a la Santa Sede que no prohibiera la celebración de misas en el viejo rito romano que se remonta a la época de Pío V. Que no restaba, sino que sumaba a la causa del catolicismo y que había tradiciones que se deben mantener al margen del albur de lo tiempos. Justo lo que, hoy, después de la decisión del papa argentino, defienden los que defienden que se mantenga el antiguo culto, como se mantienen los de las iglesias orientales o también el desaparecido rito mozárabe. Que se trata de un legado más de la historia que es necesario salvaguardar como lo son las catedrales góticas o el canto gregoriano. Sacerdotes, religiosos, antes y después del Concilio, afirmaban, con orgullo, que podían entenderse en latín con otros hermanos de la misma o distinta orden que vivían en la vieja Europa, misioneros en el antiguo Congo belga, en una lejana aldea de pescadores y arponeros de la costa canadiense o cualquier otro rincón de los eternos hielos. En un campo de trabajo, universitario, al que asistí en el estado de Baviera, me entendía correctamente con estudiantes universitarios de Física y Matemáticas a los que se les exigía, como asignatura obligatoria, el latín. Ellos fueron los que alabaron mis rápidos progresos en hablar la difícil lengua alemana, decían que, porque sabía escribir, leer y traducir la lengua que hablaron y escribieron Tácito, Cicerón o Tito Livio. Desconozco si un sacerdote, de corriente tradicionalista o romántico de viejas costumbres, sin tener un permiso muy especial se atreva a contravenir la orden papal, y como consecuencia cometa una grave indisciplina o delito contemplado en el Derecho Canónigo. Solo me preocupa que el papa, colabore sin quererlo, a terminar por enterrar para siempre las materias de Humanidades, entre ellas las lenguas que se dicen muertas como el latín o el Griego del Bachillerato y las universidades, carrera de Clásicas, por cierto, de las que hay datos gozan de mayor salida profesional por los pocos que la eligen. Bastante estocadas ya han sufrido de ministerios de educación bien por maquinación para crear alumnos dóciles, sin el pensamiento crítico presente en nuestros clásicos o, directamente, por pura y simple ignorancia. Pero también han colaborado a su destierro ciertos movimientos de la izquierda posmodernista con su afán digital y la derecha cultural con el cambio de principios y mensajes falaces según la coyuntura del momento y las encuestas. Coyuntura esta a la que tampoco está ajena la Iglesia oficial que ha asumido el 'aggiornamento' de posturas después del Concilio Vaticano II. O lo que es lo mismo, una de las leyes de la evolución que tanto ha criticado y todavía critica: adaptarse o morir. También reconozco que uno suele sumergirse en el poso de la nostalgia que como escribe Luis Landero: «tranquiliza (…) ante la posibilidad de que los desafueros del presente alteren la bendita quietud de la historia». Lejos de mí tildar de desafuero la prohibición papal pero sí que ha abierto un debate que no solo se ciñe en tratar como irredentos carcas, poco menos que seguidores de la ultraderecha religiosa, a los nostálgicos del latín en las misas sino en los que defienden que se debe mantener la tradición, valores de una herencia histórica, religiosa, del pasado y lo que apunté arriba: que no sea una gatera para acabar con un idioma, escrito y hablado, del que procede parte de nuestro conocimiento, hábitos de vida y el cúmulo de lenguas románicas, nacidas y mantenidas en los monasterios medievales que, tanto antes como ahora, han alcanzado las más altas cotas de expresión literaria del planeta.

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