Un año después de que se decretase el estado de alarma y los primeros confinamientos en España, este ha sido prácticamente el único tema de conversación entre los ciudadanos. Nadie podía pensar que todo cambiaría para siempre cuando se detectó el primer caso en el país, precisamente en Canarias. En La Gomera. Pero también en los medios de comunicación. El bombardeo constante de información relacionada con la pandemia, sumado a los continuos cambios de restricciones de las autoridades, ha generado una abrasiva sensación de hastío y cansancio que tiene nombre: fatiga pandémica. Un término acuñado por la OMS y sobre el que hay que poner el foco para evitar males mayores.
Publicidad
Los medios de comunicación hemos contribuido al ruido y la propaganda, elevando el volumen, multiplicando la sospecha. Real y constatable. Y aunque las vacunas pusieron luz a la incertidumbre, el miedo se ha transformado en cansancio y desesperanza. Somos más irascibles, la mascarilla nos ha servido de coartada para levantar más muros y señalar al extraño sin motivo. Somos menos empáticos, menos permisivos, menos pacientes. Hemos bunkerizado nuestras rutinas sin chistar a golpe de medidas y restricciones. De leyes y advertencias. Amenazas. Y la realidad se ha convertido en una película de suspense en el que todos parecemos los sospechosos del asesinato del Dr. Black. La vida como el Cluedo.
Volver al origen e intentar encontrar a un culpable sirve de poco y difícilmente solo con el paso de los años algún día lo sabremos. Sin embargo, la pandemia ha confirmado una verdad muy dolorosa: la incompetencia cuesta vidas y arruina economías. El equilibrio entre las dos consecuencias de virus es una utopía, pero la inacción o la improvisación solo han provocado que se agrave el presente y se oscurezca aún más nuestro futuro. Los continuos giros de volante, las decisiones precipitadas, también las consecuencias de nuestros actos y, sobre todo, la incapacidad de los que mandan, han multiplicado los efectos sociales y económicos de un virus que también puede matar de inanición y soledad.
El penúltimo ejemplo del desconcierto ha sido el caso de la ley que regula el uso de las mascarillas. Lo anecdótico se convierte en batalla cuando parecía un debate superado. Los ciudadanos han normalizado las cifras de sus muertos y han asumido la precarización de sus vidas; pero, aunque las mascarillas tapen las bocas, nunca silenciarán.
Regístrate de forma gratuita
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión