Las recetas de ayer y hoy
Hoy he hecho ropa vieja para comer. Con garbanzos de bote, claro, porque tú tampoco los ponías en remojo por pereza, porque se te olvidaba, porque, total, se tardaba menos. Lo más importante es el fondo: sofreír el ajo, la cebolla, el pimiento, el tomate... Y le eché algunas especias. ¿Cuáles? Pues las que se me ocurrieron. Cuántas veces me dijiste que no se me olvidaran estas tres y resulta que, de todas, sólo se me quedó grabada el tomillo. Mira que te hice prepararme tupper para congelar bajo mi mirada supuestamente atenta, pero nada.
Ahora que hay tiempo de volver a las cocinas me acuerdo un poco más de ti, y eso que nunca fuiste una entusiasta de los fogones pero, cómo no, allí estabas día sí y día también y yo contigo viéndote pelar tunos, asar castañas, hacer croquetas, mojos y queques de limón (¿recuerdas que una vez comí tanto que me empaché? Desde entonces los aborrezco un poco) como si hubiera todo el tiempo del mundo para que me enseñaras. Yo me escabullía de casa y avisaba de mi entrada con un simpático maullido de voz infantil, escondida detrás de la puerta hasta que dijeras algo así como «¿Habrán dejado escapar a algún gato?». Entonces irrumpía chillona, como siempre, con entrada triunfal «¡Que no, que soy yo!». Y había bocadillos y Petit Suise para merendar, y natillas de turrón y caramelo, pero esas eran casi siempre para él.
Él, que cuando empezaba a caer el sol cogía su boina y la guitarra, por lo general desafinada, y entre el carraspeo que arrastraban sus pulmones de tantos años de tabaco y el entonado de una vaso de vino, comenzaba a cantar. ¿Eran aquellos ‘rianrian’ canciones? Cómo los odiaba entonces y cuánta gracia me hacen ahora. A veces me dabas la armónica y lo toleraba un poco mejor, porque entre mis deseos de chiquilla aspiraba a ser multiinstrumentista y así nunca tendría una fiesta sin música. Pero es que la parranda se hacía sin acordes y los romances mejor recitados así que de pura memoria, porque lo eran y muy largos, no como tus chistes picantes y rápidos para que no le diera tiempo a ella de echarte la bronca porque, «oye, es una niña». Hay que echarle sal al plato, pero nunca pasarse en la dosis
Las tardes se iban así, entre deberes del colegio espatarrada en el suelo, el sol por la ventana, la tele encendida y mis padres que mejor que no saliera a la calle. Lo mismo que ahora.
Se añade la carne, no sé si esta es la mejor, pero es la que me ha recomendado el señor del súper. La corto en daditos para freír y también las papas: una si es grande, dos sin son pequeñas. Ya sabes que las medidas siempre fueron a ojo. El vino ahora está en la copa, justo ahí para entonarme yo también un poco en las labores y la música por detrás, sonando perfectamente inteligible en los altavoces del salón. Y todo se remueve, se mezcla, lo de la superficie con lo del fondo, lo viejo con lo nuevo, de antes con lo de ahora. El sol sigue en la ventana, no hay gato sino perro y en vez de tres solo soy yo. En fin, que las cosas cambian y evolucionan pero, en lo esencial, son lo mismo y hay que probar. Oye, pues está bueno, no quedó tan mal pero, claro, no es ni de lejos como la tuya, abuela.