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VI Congreso Nacional del Partido Liberal celebrado en Madrid en 1985. J.M.B.L.
Rindiendo Cuentas XVI

Siempre liberal

José Miguel Bravo de Laguna

Expresidente del Parlamento de Canarias

Sábado, 24 de mayo 2025, 11:36

En este recorrido por mi larga trayectoria política, quiero repasar una etapa especialmente significativa, que coincide con mi condición de Diputado a Cortes por la ... provincia de Las Palmas y de vicepresidente Cuarto del Congreso durante esta segunda legislatura (1982-1986), en la que también ejercí durante dos años como secretario general del Partido Liberal.

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En la fotografía que acompaña este artículo se muestra una instantánea del VI Congreso Nacional del Partido Liberal, celebrado en Madrid en el año 1985, en el que fui elegido secretario general de dicho partido, de ámbito nacional. José Antonio Segurado, también diputado, fue reelegido como presidente del partido. Provenía del mundo empresarial y había sido anteriormente presidente de la Confederación de Empresarios de Madrid.

Para situar adecuadamente el contexto de lo que relato, debo recordar que en las elecciones del 28 de octubre de 1982 se produjo el triunfo aplastante de Felipe González y del PSOE, que obtuvieron 202 de los 350 escaños del Congreso. Al mismo tiempo, tuvo lugar la práctica desaparición de la Unión de Centro Democrático (UCD), que quedó reducida a tan solo 12 diputados, entre los cuales me encontraba yo.

Tras la desaparición de la UCD, esos doce diputados tomamos caminos diversos y dispersos. La mayoría abandonó la política al finalizar la legislatura en 1986. Sin embargo, algunos seguimos trayectorias diferentes. Ese fue mi caso, y lo hice procurando mantenerme fiel a mis propias convicciones ideológicas.

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Me explico: cuando ingresé en la UCD, en 1977, procedía del sector liberal, concretamente del Partido Demócrata Popular (PDP), liderado entonces por Ignacio Camuñas y Rafael Arias Salgado. La UCD era, en realidad, una coalición de partidos y corrientes muy diversas: liberales, democristianos, conservadores y, por supuesto, ex franquistas, como el propio Suárez o Martín Villa.

Ni siquiera quienes nos considerábamos liberales acudimos a la UCD como un bloque unido. Además del PDP, existía otro grupo: los Liberales de Garrigues, cuyos miembros más destacados en Gran Canaria fueron los hermanos Diego y Juan Cambreleng, así como los también abogados César Llorens y Nicolás Díaz-Saavedra. En Tenerife, dentro de ese mismo grupo, sobresalió Alfonso Soriano.

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Al disolverse la UCD, me pareció lógico —deseando continuar en política— regresar a mis orígenes liberales. Por eso me sumé al partido entonces liderado por José Antonio Segurado. Me animó de forma decisiva el consejo del senador por Granada, Antonio Jiménez Blanco, quien había sido portavoz de la UCD en el Senado.

En el Partido Liberal compartí filas con figuras destacadas como José Meliá, Esperanza Aguirre, Pedro Schwartz y el propio Pío Cabanillas.

No pretendo aburrirles con un relato pormenorizado de las múltiples peripecias que conlleva una secretaría general de un partido nacional: reuniones, viajes, intervenciones en medios de comunicación y un largo etcétera. Todo ello con el objetivo de contribuir a tejer, por toda España, unos hilos sólidos de políticas comunes y de mensajes políticos esperanzadores para la ciudadanía.

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Pero más que enumerar esa actividad como secretario general, me parece obligado —ya que estoy rindiendo cuentas— explicar por qué he sido, y sigo siendo, con mis ya cumplidos 80 años, de ideología liberal.

Sin ánimo de extenderme demasiado, fue un conjunto de circunstancias lo que me llevó a ese redil liberal, ya desde mis tiempos universitarios. Estudié casi toda la carrera de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, salvo el primer año, que lo cursé en La Laguna.

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Tras terminar la carrera, preparé y aprobé las oposiciones al cuerpo de Abogados del Estado. Mi primer destino, en 1973, fue precisamente en mi tierra: la Delegación de Hacienda de Las Palmas.

Franco falleció en 1975, pero ya en los años previos existía en la sociedad española —tanto entre la derecha como entre la izquierda— un pensamiento ampliamente compartido: había que llevar a España hacia una democracia. Ese objetivo se alcanzó en 1977, con las primeras elecciones democráticas, y más tarde con la integración en Europa, que se hizo efectiva el 1 de enero de 1986.

Para hacer frente a la imperiosa necesidad de evolucionar política, social y económicamente, consideré que el liberalismo era la fórmula intermedia más razonable y lógica. Esta corriente permitiría, tras muchos años de régimen autoritario, avanzar hacia una reforma profunda, pero sin una ruptura traumática, mediante un consenso ejemplar, como el que se logró con la Constitución de 1978.

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Debo decir también que, para mí, resultó muy inspirador el ejemplo histórico de grandes liberales, especialmente grancanarios, como los hermanos Fernando y Juan León y Castillo, Leopoldo Matos y Massieu, Juan María León y Joven, o los tinerfeños Pérez-Zamora, Benítez de Lugo y Salazar. Todos ellos fueron figuras relevantes en Canarias a finales del siglo XIX y principios del XX. A nivel nacional, me marcó profundamente la figura de José Canalejas, presidente del Gobierno, asesinado por un terrorista en Madrid el 12 de noviembre de 1912, pocos días después —por cierto— de la aprobación de la ley que creó los cabildos insulares.

El liberalismo se configura como ideología en Europa a comienzos del siglo XIX, en un contexto de reacción frente al absolutismo monárquico que había dominado el Antiguo Régimen. En Francia, esta reacción se dirigió también contra el autoritarismo bonapartista. En el caso español, el liberalismo emergió tras la Guerra de la Independencia (1808–1814), en oposición a los sectores realistas que, bajo la figura de Fernando VII, aspiraban a restaurar un poder absoluto y centralizado.

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El liberalismo hispánico, aún en su diversidad, representó una apuesta por la soberanía nacional, la división de poderes, la libertad individual y la construcción de un Estado de derecho frente a la arbitrariedad de la monarquía absoluta. Fue, en muchos sentidos, una respuesta política, filosófica y cultural a los desafíos de la modernidad y a las tensiones que recorrían una España en transición.

Más de dos siglos después, en pleno 2025, sigue vigente la necesidad de un liberalismo que actúe como fuerza de equilibrio: centrado, moderno y progresista en el sentido ilustrado del término. Un liberalismo que sirva para atemperar el viejo conflicto de las dos Españas, que históricamente ha enfrentado a visiones antagónicas del país: una, aferrada a un conservadurismo radical; la otra, inclinada hacia un intervencionismo que tiende a minimizar el papel de la iniciativa privada.

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En este marco, se impone una tercera vía: un espacio político que rechace los extremos y que no convierta la vida pública en un campo de confrontación perpetua. Solo desde un liberalismo moderado, que combine libertad con responsabilidad social, puede aspirarse a una convivencia duradera y a una política orientada al interés general y no al enfrentamiento ideológico.

Hoy en día no existe en España, ni por supuesto en Canarias, un partido liberal como tal. El último intento, que terminó fracasando, fue Ciudadanos, un partido reformista fundado por Albert Rivera. Sin embargo, ni él ni Inés Arrimadas lograron, por diversas razones, mantener viva aquella llama liberal que inicialmente propusieron.

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También es cierto que los partidos liberales han ido perdiendo fuerza en países donde antaño fueron más influyentes, como Alemania o Gran Bretaña. En parte, quiero pensar que muchos de los principios liberales ya impregnan nuestros textos esenciales y forman parte del acervo común de las naciones auténticamente democráticas. Así ocurre con nuestra propia Constitución, que consagra la división de poderes — legislativo, ejecutivo y judicial —, los equilibrios regionales y autonómicos, los derechos fundamentales, el respeto a la iniciativa privada y la economía de mercado, pero a la vez con una gran protección social garantizada por el sector público.

Todos estos principios y conceptos los atribuyo en gran medida a la herencia del liberalismo. Eso pienso, y eso me consuela. Del mismo modo, me reconfortan unas líneas que me dedicó José Antonio Segurado en octubre de 1986, en unos días muy difíciles para mí, como relataré en mi próxima entrega. El presidente del Partido Liberal me escribió estas palabras:

«He conocido a muy pocos políticos que hayan combinado tan extraordinariamente la defensa y planteamiento serio de los temas de interés general, con los específicos de su región. Creo que Canarias se ha de sentir orgullosa de que José Miguel lo haya comprendido. Es prueba evidente de ello. Y es que Canarias, por su voz, estuvo presente en las Cortes Generales. Y con enorme dignidad».

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