Según la teoría del caos, incluso un leve aleteo de mariposa puede desencadenar transformaciones profundas en un sistema complejo. Un antiguo proverbio chino lo expresa ... con belleza: «El aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo». Esta idea poética adquirió rigor científico gracias a las investigaciones del matemático y meteorólogo Edward Lorenz, quien formuló el célebre «efecto mariposa», una metáfora poderosa para describir cómo mínimas variaciones pueden derivar en consecuencias enormes, inesperadas e incluso dramáticas. Por ello, es esencial aprender a convivir con la incertidumbre y a gestionarla con inteligencia, conscientes de que un cambio aparentemente insignificante en el punto de partida puede alterar por completo el desenlace.
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Pido disculpas por esta introducción a la entrega XVII de esta Rendición de Cuentas que este periódico me permite compartir cada domingo. El número 17 tiene para mí un significado especial: nací el 28 de julio de 1944, en la casa de mis padres, que estaba en el número 17 de la calle Bravo Murillo, muy cerca del Cabildo. Y fue precisamente en ese lugar donde recalé, en 2011, tras una larga trayectoria política, como presidente del gobierno insular.
Redactar estas líneas me resulta especialmente difícil. No solo por lo que implican para mí, sino también por las preguntas que pueden suscitar en quienes en la vida me han acompañado: familiares, amigos verdaderos. «¿Qué sentido tiene remover lo que ocurrió hace casi cuarenta años?», me dirán. Mi respuesta, quizás insuficiente, es esta: si uno se compromete con una verdadera rendición de cuentas, no puede limitarse a destacar logros o sacrificios. También debe asumir los momentos oscuros, incluso aquellos cuya relevancia se desdibuja con el tiempo, pero que dejaron una huella personal o pública. Lo que contaré no tuvo relación alguna con el ejercicio de la función pública, ni con recursos del Estado, ni con actividad parlamentaria.
Londres, octubre de 1986. Un viaje breve. Una confusión, un malentendido trivial al salir de una tienda. El tipo de incidente que podría haberse resuelto con discreción y sin mayor resonancia. Pero un gesto —llamar a la embajada— fue suficiente para que el episodio tomara otro rumbo. Un asesor, cuyo nombre nunca supe, me sugirió que aceptara haber cometido la falta. Me advirtió que, si la negaba, el asunto se dilataría. Cometí el error de seguir su recomendación y aceptar que lo habíamos hecho. No preví que esa decisión, tomada como una solución práctica y casi administrativa, terminaría adquiriendo dimensión pública.
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Días antes, había sostenido una discusión parlamentaria áspera con un alto cargo de la televisión pública. El 18 de octubre, el telediario ya daba cuenta del suceso. No hizo falta mucho para entender cómo se conectaron los hilos. Hasta aquí los hechos, descritos con la sobriedad que el paso del tiempo aconseja. No se trata de justificar, sino de dejar constancia.
¿Consecuencias? Hubo un buen revuelo político, comprensible, ya que además yo era secretario general del Partido Liberal. También se produjo un fuerte disgusto familiar. En particular, mi padre lo vivió de manera muy intensa: enfermó y falleció en mayo del año siguiente. Sin embargo, aquella experiencia fue también una lección de vida y un desafío personal. Mi vida cambió en parte, pero mantuve mi escaño y continué realizando intervenciones —sobre todo en materia presupuestaria— en el Congreso hasta el final de aquella tercera legislatura, en 1989.
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Tenía claro que debía asumir las consecuencias de lo ocurrido, y decidí enfrentar el reto. En 1987 se convocaron elecciones autonómicas, insulares y locales. Fue entonces cuando, junto a un grupo de amigos —entre ellos el antiguo senador y consejero preautonómico de Sanidad, Gregorio Toledo—, decidimos presentarnos bajo unas nuevas siglas que creamos: Unión Canaria de Centro (UCC).
El caso es que fui elegido consejero del Cabildo de Gran Canaria, donde ejercí la oposición a un gobierno presidido por un buen socialista, Carmelo Artiles. Este cargo era compatible con el de diputado, que desempeñé hasta que finalizó la tercera legislatura, en 1989. En ese momento pensé en abandonar la política y solicité el reingreso a mi puesto como Abogado del Estado en la provincia de Las Palmas.
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Sin embargo, en 1991, como ocurre cada cuatro años, se celebraron elecciones autonómicas, insulares y locales. Para entonces, el Partido Popular ya estaba constituido, con José María Aznar como presidente, y me propusieron encabezar la candidatura al Parlamento de Canarias. Me acompañaron magníficos compañeros como Blas Rosales y Rodríguez-Martinón. Obtuvimos tres escaños de los quince que correspondían a la isla de Gran Canaria, aunque los resultados en el resto del archipiélago fueron más modestos: logramos un escaño por Tenerife —precisamente el de Fernando Fernández, candidato del PP a la presidencia del Gobierno en esas elecciones, que fue el único electo allí—, otro por Lanzarote (Rafael de León) y uno más por El Hierro (Manuel Fernández).
Por el pobre resultado obtenido en 1991 y porque, a nivel nacional, el Partido Popular de José María Aznar ya se perfilaba con posibilidades reales de derrotar al gobierno socialista de Felipe González —que llevaba gobernando España desde 1982—, ese mismo año vinieron a verme Paco Álvarez Cascos, entonces Secretario General del PP, y Mariano Rajoy, Vicesecretario General, para que expresarme que confiaban en mi y proponerme que me presentara como candidato a la presidencia del partido en las islas en el Congreso regional que se celebraría ese mismo año.
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Acepté la propuesta y me presenté. Fui elegido, a pesar de que la corriente con mayor fuerza interna en el partido no éramos los liberales —de donde yo provenía—, sino los de Alianza Popular, representados por personas muy valiosas como Adelina de la Torre, los abogados Paulino Montesdeoca y Felipe Baeza, y el propio Blas Rosales, quienes en general se oponían a mi candidatura. Quiero destacar aquí el apoyo firme que recibí de los populares de Tenerife, encabezados por los Ignacio González. El hijo, de hecho, se convirtió en mi secretario general tras ganar aquel Congreso regional. En las elecciones autonómicas siguientes, las de 1995 encabecé la candidatura por Gran Canaria y fui el candidato de este partido a la presidencia del gobierno, pasando de 6 a 18 diputados. Pacté el gobierno con CC. Y fue elegido presidente del Parlamento de Canarias, con Manuel Hermoso de presidente del Gobierno.
Debo admitir que el orden en la narración debería exigírmelo, ya que estoy rindiendo cuentas de 1986 y ya he saltado hasta 1991. Pero hago esta digresión con un propósito muy concreto. No pretendo dar lecciones a nadie, ni siquiera consejos que puedan resultar útiles. Mi única intención es transmitir una idea: en la vida, a veces ocurren circunstancias inesperadas o cometemos errores en apariencia pequeños, que pueden convertirse en grandes por sus consecuencias. A veces basta un paso en falso, un ligero tropezón, para provocar una caída seria. Lo importante es levantarse lo antes posible, recuperar el equilibrio, luchar por superar las dificultades y continuar hacia la meta que uno se haya fijado. El esfuerzo vale la pena: al final, el resultado compensa, en términos de dignidad y optimismo.
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Al rendir esta cuenta número XVII en estos términos, siento que descanso conmigo mismo. Era una asignatura pendiente que hoy doy por concluida. A algunos les parecerá acertado; a otros, quizás inoportuno. Pero para mí, el aleteo de la mariposa ha cesado.
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