Escuché días atrás en una emisora de radio que el sindicalismo se estaba poniendo de moda. A la gente, de repente, le ha vuelto a ... dar por afiliarse. No me consta, pero en fin. Y menos ahora cuando hay partidos con gran respaldo popular que han metido en el saco de lo que llaman chiringuitos subvencionados a colectivos con tanta historia como Comisiones Obreras o UGT, a los que, por cierto, han amenazado abiertamente con ponerlos en su sitio.
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Quizás, quién sabe, gestos tan insólitos como el de Biden de hace unos días, que se unió a un piquete de huelguistas de la automoción en Michigan, estén contribuyendo a rescatarlos de tan injusto oprobio. O su destacado papel en la rebelión laboral de las jugadoras de la selección de fútbol, que han confiado ciegamente en su sindicato, que, dicho sea de paso, ya se ha convertido en blanco de duros ataques por la derecha mediática.
Es en este contexto de aparente rescate reputacional en el que me parece oportuno recordar una efeméride singular: el centenario del asesinato (todo apunta que a manos de sicarios pagados por la patronal) del anarcosindicalista Salvador Seguí, muerto por disparos, en plena calle y por la espalda, en marzo de 1923, con solo 35 años.
En mitad de la etapa más violenta del sindicalismo en España, que, además, tenía especial predicamento en el universo anarquista al que pertenecía Seguí, este joven hizo una apuesta clara por la no violencia.
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Pocos saben que en parte le debemos la implantación de la jornada laboral de 8 horas en España, adoptada en 1919 a raíz de una huelga, la de La Canadiense, en Barcelona, de 44 días, de la que Seguí fue uno de sus líderes. Muchos de los que hoy mancillan al sindicalismo se han beneficiado de estas luchas.
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