Hace unos meses, un grupo de valientes mujeres en contexto de prostitución constituyó la asociación Las Azoteístas en la capital grancanaria, la misma ciudad que se dice «libre de trata» con la excepción de Molino de Viento. Una de esas mujeres, muy joven, dijo que la prostitución «no es un trabajo. Es violencia de género», y así la había sufrido durante el tiempo que la insoportable desesperación de la pobreza la había arrojado a ser una víctima del sistema prostitucional.
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Desgraciadamente la sociedad no mira la prostitución con los ojos de las víctimas, sino de los verdugos. Los ojos de quienes se lo pasan en grande ejerciendo el poder sobre otros seres humanos. El sexo no es un derecho, salvo para esta sociedad desbordada de narcisismo en la que la persona, el otro o la otra, son mera cosa.
Lo estamos viendo estos días con el conocido caso Mediador. La palabra juerga va asociada a alcohol, a las drogas y al sexo de pago. Porque, en la mente de esas personas, la virilidad se demuestra follando a mujeres, niñas o «churumbeles» en situación de prostitución.
El «escándalo» que atraviesa a la clase política y empresarial es la extorsión, las comisiones a cambio de favores o el compadreo de unos y otros para su propio beneficio. El que lo gastaran después o intentaran comprar voluntades con fiestas de puteros parece ser solo el aderezo morboso de la historia. Al fin y al cabo, seguimos sin una ley que persiga a proxenetas y proteja a las víctimas. Porque esa ley tendrán que aprobarla algunos diputados amantes de esa forma de explotación.
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