Una sesión del Congreso de los Diputados. Efe

Jugar con fuego

Resulta raro que la clase política no perciba su desvinculación de la vida normal de la gente normal

El clima político se ha vuelto tan tórrido que cualquier chispa provoca un incendio de grandes dimensiones. Por lo que se ve, los políticos son ... ignífugos, pues es muy raro que se quemen, y como mucho se chamuscan un poco cuando estalla un escándalo de corrupción, lo que no quita que muchos se afanen en ejercer de pirómanos, así tengan que quemarse ellos mismos a lo bonzo para intentar chamuscar al antagonista. Jugar con fuego tiene ese inconveniente: verse en la extraña obligación de ejercer de incendiarios a tiempo completo, como si en vez de gestores públicos fuesen lanzallamas humanos. Curiosamente, la víctima final de ese fuego cruzado no son los políticos, porque ellos parecen vivir en una burbuja de irrealidad, sino el sistema democrático como tal sistema, al menos en la medida en que la gente acaba identificando la política con la trifulca, con el insulto, con la difamación, con el falseamiento de lo evidente y con las argumentaciones reducidas al absurdo.

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Como casi todo, ese desmán generalizado tiene un precio: la desafección política por parte de la ciudadanía, cuyos problemas e intereses tienen poco que ver con la retórica bronca de sus representantes electos, sobre todo cuando la retórica prevalece sobre la acción y se retroalimenta en el vacío. Lo que resulta raro es que la clase política no perciba su desvinculación de la vida normal de la gente normal, la que no le aprecia sentido alguno al hecho de que los políticos parezcan más empeñados en conservar o en conseguir el poder que en la voluntad de un servicio público eficiente, a no ser que consideremos un defecto propio de los ilusos el exigir a los políticos que gestionen en vez de comportarse como actores sobreactuados que representan un papel ante ellos mismos, convirtiendo las sedes parlamentarias en el escenario de un espectáculo de burlesque.

Cuando la política adquiere las maneras y el discurso propios de la antipolítica, se le está abriendo la puerta a la antipolítica de verdad, al ala dura de la sinrazón y de la demagogia. No es de extrañar, por tanto, que el fantasma que en estos momentos recorre Europa sea el de la ultraderecha, la de las consignas simplistas y simplificadoras, la de las promesas de redención instantánea, la de los mensajes patrioteros y autárquicos.

No me importa ser ingenuo: si la política no discurre por el cauce del diálogo, del consenso y de la disputa razonable y razonada, aun con toda la conflictividad inherente a su ejercicio, sino que se sustenta en una continuada pugna irracional y partidista, puramente estratégica, siempre habrá quienes hagan mejor ese trabajo sucio de desestabilización. Y eso sí que es jugar con fuego.

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