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Por estas fechas, hace diez años, un diputado de 42, madrileño de Tetuán, llamativo por su apostura pero casi desconocido más allá de haber ejercido en ocasiones puntuales de portavoz de guardia del PSOE, se recorría las agrupaciones socialistas del país para disputar a Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias la secretaría general del partido, vacante tras la renuncia de alguien con el pedigrí, hacia dentro y hacia fuera, de Alfredo Pérez Rubalcaba. Pedro Sánchez elevaría a leyenda otro periplo sobre el asfalto, el que emprendió, tras ser defenestrado en 2016, para ganarse a las gentes de las casas del pueblo. Pero en realidad todo empezó justamente ahí, hace una década, cuando aquel parlamentario aún por baquetear se lanzó al primer gran desafío de la vida política que construiría después: presentarse a aquellas elecciones intramuros en las que Madina, emblema para los suyos de la supervivencia frente a ETA, partía como favorito hasta que Susana Díaz decidió desde la retaguardia decantar la balanza hacia el lado inesperado. Esta mañana, Sánchez ha dado el último aldabonazo a su peripecia política, confirmando que sigue al frente del Gobierno tras cinco días de reflexión en los que ha dejado que cunda la impresión en su propio partido -acongojado y sin delfinato previsto- y en una sociedad en vilo de que había serias opciones de que abandonara por un desgaste personal que se había presentado como insufrible.
Lo que vino después de aquel julio de 2014 en el que irrumpió en el ecosistema partidario y los hogares de sus conciudadanos modela en buena medida la historia de la España a la que el Sánchez ignoto llegaría a gobernar y continúa gobernando este 29 de abril, san Pedro mártir en el santoral. Este lunes, el jefe del Ejecutivo y líder del PSOE ha despejado la incógnita aireada por él mismo que ha dinamitado el escenario político con solo formular la disyuntiva de irse o quedarse. Proseguirá en su puesto, trasformando en una nueva narrativa de resistencia frente a «la máquina del lodo» la carta de amor publicada el miércoles en defensa de su mujer, investigada por supuesto tráfico de influencias por un juez de Madrid. Sánchez ha convertido el teatralizado anuncio de hoy en su ejercicio más depurado de una resistencia hecha manual de vida.
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El envite iniciático de Sánchez estaba llamado a no prosperar, pero acabó transformándose en divisa de su azarosa trayectoria: ser capaz de salirse con la suya pese a los escollos potencialmente en contra, aferrado a su -hasta ahora- inquebrantable voluntad de poder, la suerte, las habilidades propias y el demérito ajeno. A caballo entre 2013 y 2014, aquel diputado que había entrado en el Congreso por una carambola cuando sopesaba abandonar su incipiente currículum político decidió disputar el liderazgo del partido. Sobre el papel, no tenía posibilidad alguna: su paso difícilmente alcanzaba la categoría de órdago porque a casi nadie parecía importar lo que fuera a hacer. Hasta que la entonces todopoderosa Díaz pronunció el conjuro - «Este chico no sirve, pero nos sirve»- bajo el que auparía a Sánchez contra Madina, sin saber que ella sería la primera en sufrir el 'efecto sanchista'.
El 13 de julio de 2014, sonrisa inmaculada y remangada camisa blanca de la esperanza socialista, Sánchez ganó con holgura aquellas primarias cinceladas ya en la memoria política del país.
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Tras haber protagonizado su particular versión del 'sí se puede' de aquel Podemos que había emergido con una fuerza inusitada en las europeas de 2014, la corta cosecha del PSOE de Sánchez en las generales de diciembre de 2015 y junio de 2016 -90 y 85 escaños, aunque cortocircuitando el temido sorpaso de los morados- desató los vientos contra su liderazgo apenas inaugurado. Fue la consecuencia de la menguante hoja de resultados, sí, pero también el descubrimiento sobrevenido por Díaz -y fatal para ella- de que el secretario general al que había propulsado desde su bastión andaluz albergaba intenciones propias.
«No a la gran coalición, no a apoyar un Gobierno del PP desde fuera, no a apoyar la investidura de Mariano Rajoy», proclamó el dirigente socialista en el comité federal del 9 de julio de 2016, dos semanas después de las generales que permitieron al PP recobrar terreno. El 'no es no' a que su partido se abstuviera para facilitar la reelección de Rajoy, la vía a la que Sánchez se agarró para intentar conservar el mando en Ferraz, empezó a dar la medida de hasta dónde estaba dispuesto a llegar para que no le removieran la silla.
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El mito del Sánchez siempre en pie ante la adversidad encuentra su motor de arranque en el Peugeot 407 con el que, acompañado de un puñado de fieles que han ido cayéndose de su lado según él se afianzaba en Ferraz y la Moncloa, volvió a echarse a la carretera con el obsesivo objetivo de rescatar la secretaría general de la que fue desalojado en el comité federal del 1 de octubre que partió en dos al PSOE. Entre los que le daban por amortizado y quienes le temían, pero pensaban que la maquinaria engrasada del partido llevaría en volandas a Díaz al liderazgo que se había resistido a asumir en busca del momento más propicio, el dirigente derrocado tiró de ambición para sacar cabeza ante la militancia galvanizada por el 'yo frente a todos los poderes establecidos'. Aquella campaña de volante, kilómetros y actos populares de nuevo cuño se había iniciado con el candidato abandonando, entre lágrimas, su escaño en el Congreso para retornar al asfalto.
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La segunda vida del hoy presidente del Gobierno cristalizó en aquellas segundas primarias en las que barrió a Díaz -la candidata de toda la vieja guardia socialista obligada a replegarse- y a un Patxi López enfrentado al líder que ha acabado transformándose en uno de sus puntales como portavoz en el Congreso más fragmentado y polarizado desde los albores de la democracia. El ecosistema político español comienza a experimentar el influjo del 'sanchismo' aún por construir, al que la rotunda victoria entre las bases, sin padrinos y con casi todos en contra, otorgó el mando del PSOE ya sin apenas oposición. Tras haberse envuelto en la bandera española en su etapa inicial como candidato a la Moncloa, el resucitado jefe de filas de los socialistas selló con el entonces primer secretario del PSC, Miquel Iceta, una declaración de intenciones sobre el modelo territorial en el que apostaba por la plurinacionalidad del Estado.
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El marco argumental fue la sentencia del 'caso Gürtel' que señalaba directamente al PP de Rajoy por corrupción, pero lo que latía por debajo era el ADN de Sánchez: su carácter ejecutivo y una confianza en sus posibilidades rayana en la temeridad. Animado por quien acabaría siendo su jefe de Gabinete, Iván Redondo, y con Pablo Iglesias haciéndole la labor de zapa con los grupos rivales que se reencarnarían en socios, el líder del PSOE conquistó, de nuevo, lo que parecía el más difícil todavía. Arropado por las izquierdas, con el PDeCAT -así se escribe la historia- bloqueando cualquier tentativa de Carles Puigdemont de interferir desde Waterloo y la traición del PNV a los populares, Sánchez se convirtió en el primer ganador de una moción de censura en las Cortes desde el restablecimiento de la democracia. Entró junto a Begoña Gómez en la Moncloa en medio del pasmo casi general y conformó aquel, también, primer 'Gobierno bonito'.
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Un lustro después de haber saltado con armas y sin casi bagajes a la arena política, Sánchez ya había demostrado su acreditada capacidad para leer el escenario, acomodarse a sus exigencias y dar el golpe de mano que considerara necesario aun cuando eso comportara decisiones nunca adoptadas antes. El ya presidente había dejado dicho que tener que dejar en manos de Iglesias -entonces, una mera hipótesis- ministerios de los denominados de Estado le quitaría el sueño. Semanas después de esa sentencia que hizo fortuna e impelidos, tanto él como quien había aspirado a laminar al PSOE, a una rápida pirueta tras sus insuficientes resultados en las generales del 10 de noviembre de 2019 (reiteración, por bloqueo, de las de abril), a Sánchez dejó de preocuparle el insomnio. Pactó con el aún líder de Podemos para configurar el primer Gobierno de coalición desde la Segunda República. Un órdago que refrenaba cualquier tentativa de revuelta interna y le otorgaba otra segunda vida, esta vez al frente del Ejecutivo.
No sería el único hito de aquel año de parálisis y sacudidas imprevistas. Sánchez sacó adelante su investidura gracias al acuerdo con Esquerra que en 2017 había participado del amago de independencia de Cataluña. Una vez más, otra frontera cruzada: la de atar la gobernabilidad del conjunto del país a una formación que quiere irse de él. La abstención de EH Bildu en la investidura celebrada en la festividad de Reyes pasó más desapercibida, pero terminaría marcando el punto de inflexión de las relaciones de la izquierda abertzale con el poder central español tras décadas de complicidad con el terrorismo etarra ya extinto.
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Con la legislatura en el alambre por la necesidad de cumplir con las exigencias del secesionismo, que ya había provocado el abrupto final del primer Gobierno de Sánchez tras la moción de censura, Sánchez rebasó otra línea roja -máxime tras haber avalado la acción del Estado de derecho en respuesta al 'procés' rupturista- al conceder el indulto parcial al jefe de filas de Esquerra, Oriol Junqueras, y el resto de los condenados que no acompañaron a Puigdemont en su huida para eludir las actuaciones del Supremo. El relato de la medida de gracia como un vigorizante para «la concordia» supuso el primer señalamiento de las resoluciones judiciales como supuesto elemento de perturbación política y social.
El jefe del Gobierno firmó los indultos tras prometer en campaña que recuperaría el castigo en el Código Penal para la convocatoria de referendos ilegales. Fue la antesala de un incumplimiento más sonoro de su palabra: que no tocaría ni el delito de sedición y el de malversación en el Código Penal que pesaban sobre condenados y fugados. No solo anunció que lo haría en noviembre de 2022, sino que derogó el primero y rebajó las penas para el segundo cuando no medie enriquecimiento personal.
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Sánchez vio cómo la noche de las municipales y autonómicas del 28 de mayo de 2023 el mapa se teñía de azul PP. Cuando Alberto Núñez Feijóo aún se solazaba en el espumeo de su incontestable victoria y el resto analizaba los cómos y los porqués del escrutinio, el presidente volvió a exhibirse como un acelerador de neutrones políticos: reflexionó de madrugada, resolvió, se lo comunicó a su mujer antes que a nadie, citó a los medios en una comparecencia exprés en la Moncloa y adelantó las generales previstas en otoño al 23 de julio, las primeras -otro jalón- en celebrarse en plenas vacaciones estivales. Cogió -es marca de la casa- a todos con el pie cambiado y la estrategia de volver a agitar la bandera contra las derechas, abombada por los pactos locales del PP con Vox, le otorgó el suficiente oxígeno como para resistir y que al PSOE le alcanzara con una suma endiablada, pero suma al fin: rehabilitando al Junts de Puigdemont como interlocutor homologado para intentar ganar la investidura con el conjunto del soberanismo.
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Nunca antes un presidente de Gobierno español había asumido el trance de sentarse en público con la izquierda abertzale ligada al padecimiento de las víctimas de ETA. Sánchez decidió hacerlo en el marco de las conversaciones para amarrar su reelección manteniendo un encuentro en las dependencias del Congreso con la portavoz de Bildu, Mertxe Aizpurua, condenada en su día por complicidad con ETA. El mandatario socialista se lanzaba de nuevo a un marco arriscado sin una aparente y perentoria necesidad, dado que la coalición de Arnaldo Otegi era el único socio que había comprometido su apoyo sin exigir contrapartidas. Pero en diciembre, con el nudo de la gobernabilidad desatado, el precio se encarnó en la controvertida cesión a Bildu de la Alcaldía de Pamplona para afianza los acuerdos en la comunidad foral y desalojar a la derecha de UPNV de su gran baluarte. Órdago sobre órdago.
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Hace cinco meses, el reto que Sánchez había dirigido, antes que nadie, contra sí mismo obró lo que parecía altamente improbable antes del 23-J: que retuviera la Moncloa para un tercer mandato en otro capítulo que no encuentra eco en ningún antecedente democrático, dado que ningún presidente ha gobernado habiendo quedado segundo en las elecciones. El jefe de filas del PSOE hizo, ya se sabe, de «la necesidad virtud» y rebasó el listón más elevado y gravoso de su trayectoria al ganarse el decisivo respaldo de los siete diputados de Puigdemont tras poner en marcha una ley de amnistía que él, sus ministros y los dirigentes del partido negaban antes de las generales como si les mentaran la bicha.
El pasado 16 de septiembre -tras la foto de Santos Cerdán en Bruselas que legitimaba al huido Puigdemont, el pacto con Junts asumiendo una mesa de diálogo en Suiza con mediador internacional y las comisiones de investigación en el Congreso por el supuesto 'lawfare' contra el independentismo, y la alianza renovada con ERC que condona a Cataluña 15.000 millones de euros de la deuda autonómica (con el compromiso de extender la medida a otras comunidades)-, Sánchez regresó victorioso a la Moncloa; un triunfo en entredicho porque la legislatura no carbura por la dependencia de los secesionistas, con los Presupuestos prorrogados, la amnistía varada ahora en el Senado y un ciclo electoral volcánico. El miércoles, tras la apertura de las diligencias judiciales a su mujer, Sánchez dictaminó que tocaba otro órdago inédito. Este lunes ha despejado que era el último... pero, una vez más, para intentar coger impulso sobre la cabalgadura de la democracia supuestamente amenazada por «el lodo» y atar una legislatura que no carbura.
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Clara Alba y Edurne Martínez | Madrid
M. Hortelano y Gorka Navaz
Borja Crespo, Leticia Aróstegui, Sara I. Belled, Borja Crespo, Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
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