Costumbrismo en Canarias a finales del IXI (XIII) Gran Canaria
Mr. Edwardes quedó encantado con Las Palmas de Gran Canaria y aborda aspectos de puro costumbrismo: «El frescor que trae la noche resulta doblemente agradable. Es entonces cuando la belleza y la elegancia de Las Palmas se dan cita en el paseo, al son de los primeros compases de la serenata que les brinda la banda militar
Mario Hernández Bueno
Las Palmas de Gran Canaria
Sábado, 1 de noviembre 2025, 23:20
Mr. Edwardes fue un viajero curioso. Se interesó por la constitución del Puerto de La Luz, cuyas obras comenzaron dos años antes (1885). Revela que más de veinte mil bloques de cemento, de unas 20 toneladas cada uno, se emplearon para levantar un rompeolas. «Los trabajadores contratados son tan numerosos como para formar un auténtico pueblecito bajo los negros riscos volcánicos de la Isleta en donde viven. Cuando el Puerto de La Luz esté terminado, se espera que los barcos europeos rumbo a África del Sur, Sudamérica, etc. lo utilicen para proveerse de carbón, en lugar del de Santa Cruz de Tenerife o el de San Vicente, en las islas de Cabo verde. Y sin embargo, dicen los comerciantes de Las Palmas, ¡Santa Cruz todavía se cree superior a nosotros!».
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Fue construido bajo la dirección de la compañía británica Swanston, que ocupó, para las oficinas, algunas de las habitaciones del hotel Cairasco. Hoy, Centro Cultural Cicca. Y allí trabajó como delineante Cirilo Moreno, quien nos dejó otro libro de memorias. Dejando atrás el hotel se cruza la calle Muro; se entra en la de Remedios y, a 30 metros, en la esquina con callecita de La Peregrina se situaba el hotel Europa. Y continuando hacia la calle San Pedro aparece, de frente, un caserón (luego centro de ocio Quasquías), que fue morada de los hermanos León y Castillo, marqueses de Muni, impagables promotores del Puerto de La Luz y de Las Palmas.
Todo a mano. Mr. Edwardes quedó encantado con Las Palmas de Gran Canaria y aborda aspectos de puro costumbrismo: «El frescor que trae la noche resulta doblemente agradable. Es entonces cuando la belleza y la elegancia de Las Palmas se dan cita en el paseo, al son de los primeros compases de la serenata que les brinda la banda militar. Una vez más, uno no puede dejar de contemplar el soberbio porte de estas damas meridionales, espectáculo que, para ser exactos, resulta escandalosamente teatral. Las féminas pasean a un lado y al otro, bajo las banderas que cuelgan de los faroles, con la cabeza erguida, cogidas del brazo, manteniendo un perfecto compás, hablando de intrascendentes pequeñeces con tonos agudos y grandilocuentes, saludando exageradamente a los caballeros que reconocen, y girando sus bonitas caras, pintadas a diestro y siniestro, para que todo el mundo pueda admirarlas. Por lo general, las damas españolas, todo hay que decirlo, son algo monótonas. Este defecto es atribuible tanto a su educación, como a las costumbres nacionales. Ella y su esposo son dos, y no uno. Aunque quizá él, hablando con propiedad, afirme que son uno y un cuarto, en caso de que él tenga hacia su cónyuge las mínimas cotas de respeto. De esta manera, las circunstancias han mantenido a las damas españolas ajenas a esa mundana espiritualidad que, cuando es genuina, resulta harto atractiva. No obstante, ella aspira a ser ingeniosa, a la par que «espiritual», cuando se exhibe en público». Aquellos paseos continuarán cada domingo, tras la sesión de cine de las 5, en la calle de Triana. Las muchachas en una fila y los jóvenes, en otra opuesta, se cruzaban innumerables veces y se intercambiaban miradas tan furtivas como lo suficientemente elocuentes para que, en no pocas ocasiones, fueran el preludio de relaciones amorosas que llegaron a matrimonio. Provinciana costumbre que perduraró hasta los pasados años sesenta: cuando llega del turismo, las boîtes, las salas de fiestas, los restoranes europeos, el Arroz tres delicias y el chop suey. Un cambio imparable comenzó.Y en cuanto al agua asegura Mr. Edwardes que: «Hay más aquí que en Tenerife, de ahí el espléndido verdor de estos paradisiacos recodos, su asombrosa fertilidad y su frescor, incluso bajo el ardiente sol de junio. Por todo el litoral circular de la isla desembocan barrancos, por cuyos secos lechos debería correr el agua. Pero los canarios no permiten que ni una gota del precioso líquido de sus manantiales vaya a parar al salado mar. Estanques y acequias median entre las fuentes y los barrancos, por lo que el agua, cuyo transporte la naturaleza, siempre previsora, facilita, puede ser aprovechada en su totalidad». Sin embargo hubo cosas no tan bonitas que les llevaron a escribir: «Las Palmas cada día me hacían añorar el viaje de regreso a Inglaterra».
Y es que se hospedó en un hotel, con toda probabilidad el Europa, de la familia Fajardo, cuyo edificio, abandonado pero aún en pie, y del que relató la siguiente experiencia: «Una mañana, sin embargo, me encontré en planta a la ridícula hora de las cuatro y media de la madrugada. Sucedió de esta forma. En mi ingenuidad le había permitido al dueño del hotel» «alquilar la segunda cama de mi habitación doble a un caballero, al que no se esperaba hasta bien entrada la noche. Mi compañero resultó ser el jefe de máquinas de un vapor español en ruta de Buenos Aires a Cádiz, un sonrosado escocés de enorme panza que entró, bebido y tambaleándose, en el dormitorio a la una de la mañana.
Ni que decir tiene que sus excentricidades lograron despertarme, y que una vez se echó, vestido sobre la cama y comenzó a roncar, me resultó imposible volver a conciliar el sueño. Le pedí a gritos que se moderara un poco, más ¿cómo llamar la atención de un hombre acostumbrado al estruendo y chirrido de las máquinas? Sus oídos estaban tan sordos como los de un muerto. Y así, a las cuatro, le dejé roncar en paz y me dediqué a merodear por las calles de Las Palmas, decidido a alquilar un caballo y un guía para que me llevaran lo más lejos posible en un día».Y trasteando de aquí para allá, a eso de las seis de la mañana apalabró un guía, un tal Pancho, y un jumento: caballo que, tal y como lo describe, recuerda al del Caballero de la triste figura: «…un curioso ejemplar andaluz, tan alto que sus patas parecían haber crecido más que su cuerpo, y cuyos movimientos semejaban el traqueteo de un camello. Su aspecto era además horriblemente esquelético, y tenía una llaga bajo la silla que, de haberlo sabido antes, nos hubiera ahorrado a ambos la excursión. Pero, a pesar de estos aparentes deméritos, el bravo jamelgo me llevó infatigable unas cuarenta millas, distancia que recorrimos en las catorce horas que transcurrieron entre las seis de la mañana y las ocho de la noche».
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