Bo Skovhus (El rey Lear) y Susanne Elmark (Cordelia). Javier del Real

Una Capilla Sixtina

Ópera. ·

La obra, 'Lear', es oscura, compleja, tremebunda, echaba para atrás. Y al fin apareció Aribert Reimann, hoy un venerable anciano (Berlín, 1936), quien, tras resistirse durante un tiempo, acabó haciendo caso a su paisano el barítono Dietrich Fischer-Dieskau, empeñado en que por fin alguien pusiera en música la compleja obra teatral.

Arturo Reverter

Martes, 13 de febrero 2024, 23:02

Una de las grandes novedades de la temporada del Teatro Real de Madrid es el estreno en nuestro país, de la ópera 'Lear' de ... Aribert Reimann, que hemos podido disfrutar a través de una muy cuidada, vehemente y desoladora interpretación a cargo de una excelente compañía y de la mano escénica, afortunada en este caso según criterio del firmante, de Calixto Bietio, que hace no muchos meses iluminó otra obra rara como 'El ángel de fuego' de Prokofiev en el mismo escenario.

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La historia de esta ópera tiene numerosos antecedentes: Verdi, Berlioz, Britten, Debussy y algún otro menos relevante trataron en su día de ponerle música a la insondable tragedia shakespeareana. La obra oscura, compleja, tremebunda, echaba para atrás. Y al fin apareció Aribert Reimann, hoy un venerable anciano (Berlín, 1936), quien, tras resistirse durante un tiempo, acabó haciendo caso a su paisano el barítono Dietrich Fischer-Dieskau, empeñado en que por fin alguien pusiera en música la compleja obra teatral. Ya a fe que lo hizo a conciencia y Reimann la añadió a su lista de obras líricas que suman hasta ahora ocho, entre ellas 'La casa de Bernarda Alba'.

El estreno tuvo lugar en Munich el 9 de julio de 1978. No es obra que se prodigue en exceso sobre los escenarios. Por eso hay que agradecer al Real su gesto. Sobre todo cuando este he venido apoyado en una magnífica y redonda interpretación, que ha conseguido descubrir todos los pliegues de la compleja composición, trazada con una enorme técnica musical que –nos dice el crítico y compositor Jorge Fernández Guerra–, «mantiene muchas de las constantes vitales de aquellos años, una técnica basada en elaboraciones sonoras conocidas como clusters o, para ser más precisos y menos simplistas, en estrategias de tratar el 'total cromático' casi como una paleta pictórica cercana a los grandes cuadros del expresionismo abstracto».

Por supuesto que, a la hora de levantar el edificio, el compositor y el libretista (Claus Henneberg) procedieron a aplicar numerosos y lógicos cortes, introducir curiosos collages y aceleraciones, intentando preservar los episodios sustanciales de la historia, que discurren sobre un ritmo implacable, desasosegante. La ópera circula para el protagonista por todos los ámbitos posibles de la emisión vocal en una tesitura muy amplia de barítono en la que se dan cita la melopea, el canto lírico, la exclamación dramática, los tonos perentorios, el grito y el susurro, la exclamación y el rumor en una narración en la que el personaje pasa por todos los estados de ánimo posibles en su lento descenso hacia la locura y la enfermedad. En su 'particella' encontramos de todo, incluso señales de un 'pathos' un tanto huero y a veces grotesco.

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Las voces

A todo ello se enfrentó el barítono danés Bo Skovhus, que acaba de sobrepasar la barrera de los 60 años. La voz, ni muy dramática ni especialmente timbrada, es emitida de manera canónica, bien apoyada y discretamente esmaltada. Frasea con nitidez y regula estableciendo por lo común una línea vocal escrupulosamente esculpida, del susurro al grito. Emociona por su entrega bien medida, como la de los demás intérpretes.

Un momento de la ópera. Javier del Real

A su lado la gran triunfadora de la noche del 5 de febrero fue la soprano española Ángeles Blancas (Goneril), que lleva buena parte del peso. Su voz, ahora la de una 'spinto' nervuda y fiera, de penetrante emisión, con aisladas notas altas destempladas, atraviesa la escena como un cañón. Fulgurante y rotunda.

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La brutalidad del drama es subrayada por pavorosos efectos orquestales y vocales y por un lenguaje de extremada virulencia. Una suerte de grito continuo y permanente en muchos pasajes. La tensión se hace a veces insoportable. Todo lo cual, comenta Yves Lenoir, director escénico de la reposición, «convierte a la ópera en una especie de Capilla Sixtina en la que todo orden queda roto. Asistimos a un proceso de destrucción y sufrimiento que conduce a la nada, una palabra que se pronuncia 29 veces. Lo que queda es el sufrimiento, revelador de la falta de humanidad».

Un factor determinante de la tragedia es la paulatina desnudez de los personajes, traducida en la eliminación de ropajes. Incluso aparece en determinado momento la figura de un hombre absolutamente en cueros; como elemento decorativo y demostrativo. La única luz que se divisa es la de Cordelia, «a través del amor que siente por su padre y que es como una especie de sedante en medio de tanto grito, tanto pavor, tanta desolación. Algo que comparte con Edgar». Era lógico por todo ello que la puesta en escena no fuera realista y que contuviera incluso escenas metafóricas, como la de la partición del pan (el reino) al comienzo de la ópera. Cada porción es disputada por las hijas con la ansiedad de una fiera carroñera. Domina en ella una suerte de hieratismo y aparece ilustrada a veces por imágenes y posturas alusivas a pinturas de artistas como Velázquez, Goya o Rubens, que muestran también la soledad del monarca.

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Un recurso que en esta puesta en escena cobra relevancia con la evocación de un monumento como la 'Pietà' de Miguel Ángel y de una alusión, en proyección que pasa lentamente al fondo del escenario con Lear tumbado, al Cristo de Andrea Mantegna. En la última secuencia vemos al monarca, instantes antes de morir, con el cadáver de Cordelia en los brazos, y más tarde sentado, ya solo, al borde del foso. Sin embargo, en la producción no hay casi sangre porque lo que interesa «es la violencia moral, no física. La sangre está reservada a personajes más carnales». Para él la obra de Shakespeare es especialmente complicada porque además «todos los personajes tienen que ser solistas, lo que hace muy difícil la armonización general de una galaxia semejante». Todo discurre en esta producción a lo largo y a lo ancho de un espacio constituido por maderas quemadas emplazas en medio de la comentada iconografía. Y lo que queda al final es una «necesidad de compasión, de la que nunca estamos saciados». Está ópera, afirma finalmente el regista «es como ir al Prado».

Una escena del montaje del Teatro Real de Madrid. Javier del Real

La escritura vocal y orquestal es singularmente difícil en un discurso que exige abundantes saltos interválicos, recitados, melismas, pasajes hablados (por parte del personaje del Bufón sobre todo), largas melopeas y una escritura contrapuntística extremadamente complicada, que en este caso estuvo en muy buenas manos, pues la batuta fue manejada por un maestro como Asher Fisch, de quien recordamos su excelente 'Capriccio' de Strauss. Hubo tensión, ataques fulmíneos, claridad, general precisión, colorido y sobre todo un vigor monumental. Tuvo grandes colaboradores en José Luis Basso (director del excelente Coro Intermezzo), Rebecca Ringst (escenógrafa), Ingo Krügler (vestuario realista de nuestra época), Frank Evin (Iluminación) y Sarah Derendinger (Dramaturgia).

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Junto a las de Skovhus y Blancas habría que mencionar a las doce voces restantes, cada una en su estilo. Destaquemos al Edgar del contratenor Andrew Watts, ridículamente caracterizado, hábil en sus pasajes atenorados, potente y variado de inflexiones, rotundo y sonoro; al Edmund del tenor Andreas Conrad, siempre gran fraseador y no exento de elegancia; a las otras dos hijas de Lear, Regan, una Erika Sunneggardh de espectro más ancho y un vibrato no siempre dominado, y Cordelia, la más ligera Susanne Elmark, fácil en la coloratura. Por su parte el bajo-barítono Derek Welton mostró como Duque de Albany reciedumbre y anchura. Citemos por último al viejo actor Ernst Alisch en el papel hablado de Bufón. Su esfíngea presencia dio casi siempre expresión a los acontecimientos escénicos.

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