No habrá eco que nos devuelva ya la voz de Lucas Segura, apagada por siempre su arenosa garganta. Desconectados los teléfonos en los que se posaba el polvo de esos campos de regional donde la oligarquía se representa en las cantinas y no en los palcos. Se fue un tipo peculiar, siempre con el reloj atrasado y el calendario en otro mes. Un vivo, picaresca en frasco.
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Con él se lleva una época de la comunicación en Canarias. Una forma de vivir la isla hasta dejarla sin gota. En la que la emoción nacía en un gol en La Angostura y acababa en una parranda interminable. Noches largas de carnaval y una legión de fieles oyentes que les escuchaban con la misma pasión que a José María García o Luis del Olmo.
Su voz o la de Esteban Morales eran para la gente sonidos tan reconocibles como el del motor de Medardo Pérez. Segundo Almeida era el macho alfa, en su narración monocorde y perfectamente masticada de cada paso de la Unión Deportiva.
Gente de aquí, hablándole a las personas de aquí, sobre cosas de aquí. Que cada vez que abría el micrófono hacia identidad, creaba pueblo y comunidad. Con aquellas publicidades de comercios locales, hoy también extinguidos, que nos dejaron en las hemerotecas el mapa de la isla de otras épocas.
Era un mundo muy distinto al actual. Ya lejano en el tiempo, pero todavía más distante en nuestras costumbres.
Lo global nos ha acercado a cualquier punto del mundo. Pero hemos perdido el contacto con lo más próximo. Y fundamentalmente nos hemos vuelto más fríos e impersonales. Aquellos de los que aquí se habla conocían bien a la gente sobre la que informaban. No había filtros ni gabinetes inútiles, todo se podía aclarar tras un entrenamiento en el Bar Viena.
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