Menos mal que Pablo Iglesias no dispone de mayoría absoluta. Vistos sus comportamientos dejaría corto al Aznar que tan mal la utilizó en su segundo presidencial mandato, el de las disparatadas proclamas bélicas del trío de Las Azores. Si siendo tercera fuerza en número de escaños en el Parlamento –apenas unos 70 de los 350 que conforman la Cámara- es capaz de abordar la moción de censura como lo hizo, con prepotencia y desprecio a los otros, da pavor pensar lo que haría en un Gobierno con mayoría en las Cámaras.
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Lo expresó, perfectamente, el portavoz del PNV al señalar que su forma de tratar a sus competidores políticos ni le servía para establecer alianzas hoy ni, tampoco, para hacerlas factibles en el futuro. También el del PdCat, que insinuó cambiar su abstención por el no por el tonito del candidato; aunque a estos, herederos del 3%, sí los considera Iglesias entre sus amigos. O los diputados canarios, a los que trató con godos modos y maneras: les afeó agresivamente su apoyo a los presupuestos, cosa que no hizo con el PNV, pese a las evidentes diferencias en la situación de las dos comunidades, una de las más pobres y una de las más ricas.
Para Iglesias el que no es de Podemos resulta, como mínimo, sospechoso. La dignidad, la decencia, la defensa del interés general, la exacta correspondencia con lo que piensa y desea la gente constituyen una exclusiva del líder del partido morado y sus correligionarios. Los otros son ayer casta y hoy trama, carne de corrupción, empleados del Ibex 35, vendidos al capital, ladrones en potencia y no merecedores de ocupar escaño parlamentario alguno. Salvo, eso parece, los que representan a Bildu y a ERC.
Cómplice. Luego eso se reproduce en las redes sociales y su tropa de entusiastas, y muchas veces agresivos, seguidores. Si alguien cuestiona cualquier aspecto de la política podemita es que, en el fondo, es un colaboracionista de los corruptos. Si alguien difiere de los modales y discursos de Iglesias es que prefiere a Rajoy. Si alguien considera inapropiada la moción de censura es un cómplice de la permanencia de los conservadores en el poder. Aunque, paradójicamente, ellos fueron determinantes en que se mantuviera en La Moncloa con su rechazo al Ejecutivo regeneracionista de PSOE y Ciudadanos. Ahora es más difícil el cambio, diría que imposible. Al menos a mí no me salen las cuentas de esos 176 diputados y diputadas para tumbar a Rajoy. Más aún con los vetos cruzados entre Ciudadanos y Podemos.
Diseñan un mundo en blanco y negro. Sin matices. Conmigo o contra mí. Justo lo mismo que hacía la izquierda abertzale hasta hace muy poco tiempo con los propios ciudadanos y ciudadanas vascas: o estabas con ellos –únicos legítimos intérpretes de los sentimientos y anhelos del pueblo de Euskadi- o eras un traidor a Euskal Herria; y eso ya sabemos a los extremos que llevó, como bien expresa la interesante película de Gorka Merchán La casa de mi padre, que recientemente pudimos ver en la 2.
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Da la impresión de que uno estuviera obligado a elegir entre Iglesias y Rajoy, entre Guatemala y Guatepeor, entre la derecha más impresentable y la izquierda con tintes más autoritarios, entre el conservadurismo menos social y el populismo más demagógico. Y a entrar en ese juego dicotómico algunos, pese a las molestias que pueda causarnos, nos negamos.
Manchas y venenos. Cierto que esa manera de entender el mundo (nosotros y los otros) funciona. Lo señala R. Jay Lifton (Thought Reform and The Psychology of Totalism) en su análisis sobre los populismos: «El mundo es claramente dividido entre puros e impuros, entre el bien absoluto y el más absoluto mal. El bien y la pureza son, por supuesto, aquellas ideas, sentimientos y acciones que son consistentes con la ideología y política totalistas, lo demás debe ser relegado al mal y la impureza... todas las manchas y venenos que contribuyen al actual estado de impureza deben ser encontradas y eliminadas».
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Su mixtura político-ideológica ofrece similitudes con el peronismo, que siempre ha intentado aglutinar a todas las ideologías y a todos los sectores de la sociedad. La primera máxima del peronismo («La verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo») sintoniza mucho a lo que en alguna ocasión ha señalado Iglesias: «Yo no me reúno con sectores de la sociedad civil para decirles lo que tienen que hacer, sino para que ellos nos digan a nosotros qué es lo que tenemos que hacer».
Para lograr los objetivos todo vale. Estos días, apropiarse de las alcaldías de Madrid y Barcelona, aunque no concurrieron con su marca a las municipales y pese a las evidentes diferencias de Iglesias con Colau y, más aún, con Carmena. O insinuar corrupciones y transfuguismos de terceros sin prueba alguna, sabiendo que es incierto, solo por enfangar. Haciendo justamente lo mismo que lo peor de la vieja política.
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La moción de censura le habrá incrementado al señor Iglesias la notoriedad y el liderazgo. No el ego, sería una misión imposible. Pero ha mostrado también su enorme soledad. Alguien que quiere ser presidente del Gobierno no puede estar satisfecho de recibir los exclusivos apoyos de Bildu y ERC, dos formaciones que aspiran a separar sus respectivos territorios, Euskadi y Cataluña, de España.
No son tiempos de mayorías absolutas, aunque la política sea muy voluble. Para gobernar se precisan acuerdos, flexibilidad, renuncias y generosidad. Podemos tiene los diputados que tiene y los sondeos recientes le auguran menos, coincidiendo con una recuperación socialista. Consiguió en la moción que sus tesis las apoyaran 82 de los 350 diputados y diputadas, es decir, el 23,4% del Congreso. Y con su actitud, con su cinismo y desprecio a los otros, parece difícil que logre aglutinar más apoyos. Si en noviembre repite la jugada, encabezando él nuevamente la moción, volverá a suscitar los mismos o menores respaldos. Y Rajoy encantado.
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