Se puede gobernar sin mayoría, y se puede gobernar sin presupuestos. Incluso se puede gobernar sin ambas condiciones; este tercer nivel de perfeccionamiento democrático es el que quedará instaurado antes de que termine el año, y así van a ir comprendiendo ustedes la importancia de llamarse Pedro. Sobre esta piedra se levantarán los templos del poder fragmentado, la tendencia del mundo actual.
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No importa el rumbo. Los sociedades europeas muestran creciente complacencia con los alambiques de sus dirigentes, hasta que llega algún iluminado o iluminada que promete un nuevo orden, más simple y más barato. La fase de resistencia a esta etapa parece lejana por improbable, a la vista de los experimentos visibles en la actualidad. El llamado brexit muestra la dinámica del opulento modelo británico; las tensiones más potentes proceden de los partidarios de mayores rupturas, convencidos de que se está mejor cuanto más distantes.
Esa exaltación de la diferencia es una variación del mismo fenómeno que recorre otras plazas de la Europa todavía común. La fragmentación de los mapas políticos convierte en anecdóctico el respeto a ciertas normas, por muy escritas que estén en las paredes. La obligación de gestionar desde la mayoría, por ejemplo, se convierte en relativa por la regla de los males menores. Sin parlamento se gobierna mas cómodo; a ver quién se atreve a llevar la contraria.
El paisaje electoral conduce a alianzas inconsistentes. Devaluados salarios y pensiones, derechos y obligaciones, el peso de las urnas se diluye. Así se resignan en el tiempo pactos indigestos, da lo mismo que agrupen a PP con CC o Ciudadanos o al PSOE con Podemos o lo que venga. La trichera de los decretos sólo aumenta el grosor de las facturas y el tamaño de las mentiras.
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