Presionar a los jueces se está convirtiendo en una práctica habitual en la sociedad española que amenaza con pervertir gravemente su independencia, ya muy contaminada por el sistema de elección de la cúpula del poder judicial, ahora en manos de los partidos. No es del todo evitable la presión que puede sufrir la Judicatura, un juez o una sala concreta cuando vienen de reacciones sociales, como ocurrió con el caso de la Manada, pero sí cuando estás proceden de la política.
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La intervención del Gobierno en torno al proceso judicial contra los independentistas catalanes para satisfacer las demandas de estos está constituyendo un auténtico escándalo que induce a la sospecha de la sociedad y que ha puesto en pie de guerra a los jueces del Supremo. La cuestión interpretativa sobre el delito de rebelión es lo de menos en este asunto. Será en el juicio oral donde se dilucide el alcance del delito. Por lo pronto, el Tribunal Supremo sólo ha dicho que existen «indicios» para sentar en el banquillo a los acusados, pero no ha determinado la condena por este delito. Irrelevante es también el debate sobre el uso de las armas. El Código Penal deja bien claro que declarar la independencia de una parte del territorio español es rebelión (Art. 472) y el uso de la violencia o las armas sólo se considera un agravante, no es el núcleo del delito (Art. 473). Aún así existe margen para la legítima interpretación, como hizo la vicepresidenta primera del Gobierno, Carmen Calvo, quien cuestionó esta semana al Supremo aduciendo este argumento.
La actitud del Gobierno en este sentido es dar bandazos injustificados y preocupantes, siempre en función de la opinión pública y el deseo de satisfacer las demandas de los socios independentistas. Carmen Calvo por un lado y el propio presidente en el Congreso de los Diputados defendieron la tesis contraria al delito de rebelión. Al mismo tiempo trascendían las presiones del Ejecutivo de Sánchez a la Abogacía del Estado y a la Fiscalía para que en sus escritos de acusación eliminaran el delito de rebelión que habían apoyado en sus anteriores escritos. Una ristra de cargos públicos del Gobierno, líderes políticos del independentismo, de Podemos y del nacionalismo, así como numerosos opinadores, se alineaban con Sánchez en su campaña de presión al Supremo hasta exasperar a los jueces que hicieron llegar su malestar a los medios de comunicación.
En un ejercicio de esquizofrenia patente, el viernes, la ministra portavoz, Isabel Celaá, daba un giro de 180 grados sin inmutarse cómodamente sentada en la mesa de la sala de prensa de La Moncloa. Negó que el Gobierno ejerza presión alguna sobre la Justicia y dio una lección magistral sobre el escrupuloso respeto a la separación de poderes. Para reforzar su posición de paladín del Estado y contrarrestar el malestar judicial y social que provoca la defensa del independentismo, se anuncia un inútil recurso para defender al rey de los ataques del Parlamento catalán.
Las evidencias no dicen lo que expresa el Gobierno en su reculada pública. Durante semanas ha ejecutado una estrategia perfectamente engrasada con todos sus simpatizantes políticos y mediáticos para colocar en la opinión pública la no existencia de la rebelión y tocar la moral del Tribunal Supremo, además de las conversaciones y contactos con fiscales y jueces afines para lograr un triunfo a los independentistas en su lucha contra el Estado de Derecho.
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La clave de bóveda de este comportamiento no está precisamente en el debate sobre la rebelión o sobre la existencia o no de armas. Todos los españoles sabemos lo que pasó el 26 de octubre de 2017 en el Parlamento de Cataluña, que allí se declaró la independencia, que el Estado, con el beneplácito y la activa participación de Pedro Sánchez, respondió suspendiendo la autonomía y que los jueces y fiscales aplicaron la legalidad, deteniendo y encarcelando a los líderes del motín en contra de la Constitución Española. El sentido común dice que lo que pasó en Cataluña fue muy grave, que se puso en jaque a todo el país y que merece una respuesta contundente por parte de la legalidad democrática establecida. Aún así, sabios tiene la Justicia y también profesionales a los que les gusta el sistema de presiones políticas.
Lo que está realmente de fondo en el giro copernicano de Pedro Sánchez antes de ser investido como presidente es la supervivencia del Gobierno y la suya propia, en manos de Podemos y de los independentistas. Un motivo lo suficientemente fuerte como para pasar de defender el delito de rebelión cuando apoyó el 155 a denostarlo ahora que necesita de los votos de la banda de desalmados catalanes. Un motivo lo suficientemente importante para poner en jaque la división de poderes presionando a los jueces hasta límites que amenazan con romper, aún más, el débil equilibrio que aún podemos conservar en el Estado.
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