Permítanme que arranque este artículo tal como empezaba el suyo esta semana Leila Guerreiro en la contraportada de El País: «No vamos a sucumbir por guerra nuclear: nos tragará el barro de la corrección política hacia el que marchamos dispuestos a lograr un fin despreciable: eliminar todo lo que resulte ofensivo (con énfasis en lo que provenga del arte) para cualquier grupo humano, sean ellos gais, niños, mujeres, hombres o defensores de la marta cibelina».
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Así las cosas, la corrección política, que en estos últimos tiempos igual que ha secuestrado un libro, ha obligado a cerrar una exposición, abortado la distribución de sus catálogos, desmontado cuadros en ferias de arte, condenado a raperos, detenido a titiriteros, cancelado publicaciones, impedido que se enseñen algunas obras clásicas en colegios o recomendado que no se lea a algún grande de la literatura universal, no es otra cosa que una descarada forma de represión y de cercenar la libertad de expresión, garantizada por la Convención Europea de los Derechos Humanos y la Constitución Española.
He aquí que vivimos bajo el yugo de unos guardianes de la moral que, aupados por la beatería que imponen dictaminan qué es grosero o marcan la frontera de hasta dónde puede llegar una provocación. Y resulta curioso cómo hemos consentido que el poder de esos supuestos guardianes de la moral, no se sabe bien de cuál, haya ido invadiendo espacios que presumimos sacrosantos. Nos jactamos de reclamar cada día libertad, equidad e igualdad; sin embargo, se suceden las medidas preventivas y coercitivas ante cualquier incorrección, olvidando que, como decía George Orwell, la libertad de expresión no es otra cosa que «poder decir lo que la gente no quiere oír».
Estamos en un tiempo claramente regresivo. Amnistía Internacional lo ha dicho bien claro en un reciente informe, en el que afirma taxativamente que «en España se está atacando la libertad de expresión» y se hostiga a toda una serie de expresiones desde letras de canciones políticamente controvertidas hasta simples chistes.
Guste o no, la grosería, «escandalizar a personas diciendo o tuiteando o cantando cosas ofensivas no es delito», pero aquí se está criminalizando judicializando a quien se atreva a decir algo «políticamente incorrecto», al entender de esos guardianes de la moral, tan dados a juzgar en caliente.
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Pero no solo Amnistía Internacional llama la atención, también el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos ha dictado una reciente sentencia en el que da un sonoro varapalo a España por atentar contra la libertad de expresión.
Hablando de groserías y ofensas, ¿dónde empiezan estas? ¿Acaso seguir a la cola en la atención a la dependencia por desidia oficial no puede tacharse como tales? ¿No merecen el mismo tratamiento las declaraciones de un presidente de Gobierno que asegura que «no podemos repetir errores del pasado como el insularismo insolidario y el pleito insular, porque éste es una enfermedad que ataca nuestra convivencia», cuando él figura en la nómina de sus valedores y el daño se perpetúa por un sistema electoral cuya corrección dinamita?
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