Desde que Aznar hablaba catalán en su intimidad hasta aquí no ha llovido tanto. Apenas han pasado veinte años, nada, pero algo se rompió por el camino. Ahora llegan dos semanas de tremenda escandalera, dos machotes ahí midiéndose en la plaza a ver quien la tiene más grande, si la fuerza de la democracia o la fuerza del poble catalá, con la guardia civil corriendo detrás de los pasquines y los alzados con su rituales de desobediencia para reducir el debate político a un asunto emocional.
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Todo ha quedado reducido a escombro, a base de embestidas. Entre ruinas parecen más cómodos los gobernantes de ambos bandos. Nada nuevo; los que tanto aprecian a Machado recordarán que, en España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Así no debe nadie extrañarse de que los brutos se descuernen luchando por su idea. Lo único que ahora resulta inútil es cualquier invitación al diálogo o a una fórmula de convivencia de común acuerdo.
Entre los optimistas, el periodista David Gardner apuntó el otro día en Financial Times que de seguir las cosas así en España, el tiempo del sentido común se acabará pronto. Ese territorio del entendimiento está invadido desde hace tiempo por una deriva depredadora que acepta la corrupción como eje motor de la actividad política y se alimenta de simplezas. El calentamiento interesado de la cuestión catalana cierra la puerta a reformas urgentes para el conjunto del Estado. La financiación autonómica es la madre del cordero, pero los más necesitados se resignan a otra legislatura sin provecho porque Cataluña se ha convertido en excepción. La debilidad parlamentaria de Rajoy queda así aplazada, porque todo el esfuerzo debe concentrarse, unidad ante la emergencia catalana. Antes que repartir mejor la riqueza, una guerra de banderas. Esperen apenas quince días, y verán cómo siempre ganan los mismos.
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