Podría decirse que fue Italia, después de aquellos repartos de comisiones agrupados por la tangente. Se dictaron 1.233 condenas, entre ellas las que salpicaron a los secretarios generales de los dos partidos mayores entonces, Bettino Craxi (socialista) y Arnaldo Forlani (democracia cristiana). Personaje central de aquella trama fue Silvio Berlusconi, el único de todos ellos que aún marca la agenda de su país. Ya en 1994 quedó fijado por decreto que delitos como corrupción, fraude, abuso de poder o financiación ilegal no debían pagarse en la cárcel.
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Podría decirse que fue Grecia, hundida en una picaresca que dejó a un país en evidencia, sin nadie interesado en pagar las deudas contraídas. Tras ocho años con sus instituciones intervenidas, se pudo comprobar que a la prosperidad no se llega a base de recortes.
Podría decirse que fue el Reino Unido, que se aplicó un drástico plan de ajuste capaz de convencer a sus propios ciudadanos de un cambio de aires. Y eso que tenían, y tienen, moneda propia. Así se alimentó el espejismo de la ruptura con la Unión Europea.
Podría decirse que fue Francia, con el glamour que hizo desaparecer a los grandes partidos políticos de la posguerra en un golpe de magia, sin que los derrotados logren explicarse el motivo. O podría ser España, debilitada por la crisis bancaria, directamente surgida de una incauta gestión política. Todavía hoy nadie pregunta cuándo van a pagar sus deudas los separatistas catalanes, cebados con impagos.
Podría haber sido Alemania, que en cada una de estas incidencias obtuvo generosos márgenes de beneficio. Pudo ser cada uno de estos motivos por separado, acaso todos y alguno más, el alimento del descrédito. Lo cierto es que aún nadie sabe explicar en qué momento se jodió Europa.
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