Pase lo que pase, nos tendremos que acostumbrar. El factor catalán ha venido para quedarse, instalado en la convivencia como el ruido de la lavadora. La reforma constitucional tantas veces desdeñada va a entrar por la puerta de Cataluña en el Congreso, lo que garantiza más distinción en el trato, porque no otra cosa que eso es lo que está ofreciendo el Estado español a cambio de evitar su fragmentación. La ecuación acarrea enormes incógnitas. Hasta ahora, si nada se alteró fue por ausencia de interés y hastío pactado. Una actitud colectiva más generosa es poco probable, entre otros motivos por la cultura de rapiña que domina la gestión política en general.
Publicidad
En Canarias las ambiciones son menores. Al nacionalismo local le vale con asegurar sus livianas ventajas económicas, que ni siquiera incluyen una compensación universal por la lejanía. Ni un solo condicionante político que marque la diferencia de ser un territorio distante y abierto a la ventura del océano. Basta con la vulgaridad de alcanzar la media en las inversiones del Estado, con abrir la mano a los manejos de la recaudación comercial, para darse por satisfechos. Si las exigencias catalanas aplazan la reforma electoral del Archipiélago, resignación. Ese es el espíritu; que algo ocurra para que las cosas se queden como están. Que los cambios no alteren la siesta.
Esta semana crítica también acoge la celebración de múltiples actos que pregonan la erradicación de la pobreza. Esta sí que es una fuerza histórica; no hay ley que acabe con ella. En Canarias la pobreza es un fenómeno de gran arraigo, un espejo donde se refleja la vergüenza de ser una economía boyante incapaz de consolar a los humildes. A las instituciones públicas les basta con que sus limosnas no alteren el paraíso. No es sólo pan lo que falta. Lo urgente es el futuro.
Regístrate de forma gratuita
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión