A ver si allí donde no alcanzan las palabras de los poetas pueden llegar las llamas. Allí donde el eco era sordo, en lo más hermoso de Gran Canaria, hoy quedan testigos calcinados de un incendio salvaje que ha reducido nuestros corazones y a su paso ha dejado una semana de silencio y miradas fúnebres por toda la isla. De dolor.
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A ver si todo eso nos vuelve más conscientes de la fragilidad de nuestro territorio, tan bello como esas piezas frágiles que caen al suelo solo con un golpe al pie de la mesa, para desaparecer tras la estruendosa sinfonía de mil pedazos hechos añicos.
A ver si allí donde no llegan las proclamas de los ecologistas llegan las llamas. Porque ante el fuego hemos corrido entusiasmados a formar una cadena humana de agradecimiento, pero antes nos faltó esa misma presteza para plantarnos, y llamamientos hubo de sobra, y cerrar el paso al desarollismo desaforado y especulador que nos impuso Coalición Canaria, sin ir más lejos en la reciente Ley del Suelo.
Si con esta tragedia nos hacemos conscientes de la necesidad de volver a consumir lo que brota de nuestras tierras, de proteger nuestros paisajes, de asumir que es tiempo de acatar unos nuevos hábitos de consumo más respetuosos con el entorno que nos rodea.
Bastante hemos cedido, demasiado territorio ha sido consumido afeando nuestro paisaje para permitir, por ejemplo, el crecimiento desmedido de una industria hotelera a la que, por contra, apenas hemos visto manifestarse y ceder camas mientras los desalojados se partían la espalda en hamacas de combate en albergues improvisados.
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Nos toca. Si no escuchamos ni a poetas ni a ecologistas, al menos prestemos atención a esas llamas que nos advierten que nuestra tierra peligra.
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