Viernes Santo de mantillas y soledad
Salve Ciudad de Canaria!, de tu inmortal primavera, de tu aire cálido y de tu mar de sueños, florecen los días grandes donde se consagran las emociones y se enarbola la mantilla blanca, entre admiración y rezos, para una Dolorosa que transita a la sombra de torres y espadañas, paso a paso en la huella de una Cruz en la que también pende su corazón. Viernes Santo grancanario, en lo más hondo de su historia la cruz clama su triunfo; el murmullo del Santo Rosario y el pisar arrastrado de los costaleros, en el fervor de una marea de mantillas blancas, hacen de las calles vegueteras verdadero camino a ese Calvario donde cada año se redimen las ingentes penas de este mundo.
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Un símbolo indiscutible de esta Semana Santa en Vegueta y Triana lo encontramos cada año cuando, en el mismo pórtico catedralicio, un Cristo coronado de espinas en su cruz, un Cristo ungido, en toda su majestad, por la elegante esbeltez y el natural esplendor de la palmera canaria, el Cristo de la Sala Capitular que, apenas momentos antes de la hora crucial, espera la llegada de su amantísima Madre, la Dolorosa de la Catedral; esa talla lujanera que fuera modelada por encargo del deán Toledo. Y es que la mañana de Viernes Santo, como señala un antiguo texto isleño, pese a su limpia y brillante luminosidad atlántica, realzada en el espejo blanco de la mantilla isleña, «no es más que un túnel donde los vientos soplan al compás de un llanto que anunciará que el Hijo de Dios ha muerto». El velo del templo se quiebra en señal de dolor, las campanas del barrio enmudecen en toda su grave solemnidad y chirría entonces quejumbrosa la matraca; Vegueta y Triana son rincones de emociones de siglos, una calle larga en la que año tras año procesiona una isleñísima Dolorosa, bajo más de una advocación. Por eso, al contemplarla, la mayoría le dirá un año más «Virgen de los Dolores no me llores, que tu llanto es mi condena en esta tarde de Viernes Santo, ¡Ay! No me llores mi Genovesa del alma».
Y en el esplendor luctuoso de este Viernes Santo grancanario resalta una ciudad y su vecindario que a lo largo de su historia no sólo se manifestó a favor de las más ineludibles e inaplazables necesidades sociales en muy diversos y diferentes ámbitos, sino que también descolló por sus acciones y actitudes generosas, comprensivas, solidarias algo que no sólo merecería ese título, que reclamaba Luis Morote, de una «ciudad magnánima», sino que ahora muestra un talante que hace de ella una ciudad que se crece y modela de forma muy sensible para este año declarado por el papa Francisco como «Año de la Misericordia», y algo de todo ello se palpará en la magnificencia de ese procesionar grande de la tarde de Viernes Santo, en el que desde finales de los años setenta del siglo pasado, se han reunificado la mayoría de las procesiones que salían de las tres parroquias vegueteras y trianeras, Santo Domingo, que abre el cortejo con el Señor Predicador y con el «Cristo del Granizo», como por aquí se conoce a esta representación del Señor Atado a la Columna, seguida de San Agustín con la solemnidad patronal y municipal del Cristo de la Vera Cruz, al que siguen San Juan y una dulcísima Dolorosa cantada y querida como «La Genovesa», y cierra San Francisco con la escena de La Oración en el Huerto y Jesús de la Humildad y Paciencia que dan paso al rigor de la Cruz Desnuda, el imponente paso de esa dorada urna funeraria que por espléndida que sea poco esplendor tendrá nunca para quien no necesita esplendor alguno, para quien todo esplendor sólo reside en la misericordia de su mirada, y culmina el paso quedo de la Dolorosa que avanza en su soledad entre los varales de plata de su bellísimo palio, sobre el nivel de la noche atlántica y la multitud que palpita en su compaña.
Tarde noche de Viernes Santo grancanario que me trae siempre algunas escenas de este tiempo, soñadas o vividas, lo mismo da, como la que pude observar en el recoleto deambular semanasantero por una de esas viejas plazoletas. Era una noche isleña en la que la luna, al rielar por el azul inmenso, se miraba en el espejo de la fuente de piedra. Sobre la taza, el surtidor rimaba su eterna canción en el rosario de sus líquidas perlas, que eran lágrimas delatadoras de una Dolorosa en su soledad, de nuestra Virgen de la Soledad camino de su retiro en el templo del viejo y trianero convento franciscano, que tras ella atrancaba su sobrio y hermoso portalón de siglos y cerraba, un año más, este discurrir del procesionar pasionista de la ciudad.
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