Razón y fe, el diálogo (im)posible
Se podrá decir de Benedicto XVI que fue un buen papa o todo lo contrario, y de Joseph Ratzinger que fue un excepcional teólogo o tan solo un ideólogo más de los muchos que han contribuido, y contribuyen, a mantener intacta la doctrina de la fe tal y como la curia la entiende. Pero es mucho más dudoso presentar a Ratzinger, como se ha hecho en estos días, como el adalid de la libertad del espíritu. El espíritu teológico nunca vuela libre, pues, como el mismo papa reconoce, siempre lo hace de la mano del espíritu santo, lo cual no es, ni mucho menos, un menoscabo siempre que uno tenga presentes las limitaciones que ello conlleva.
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La línea de demarcación entre la filosofía de la religión y la teología es más o menos precisa. La teología parte de una verdad indubitable alcanzada por revelación: Dios existe, y, a partir de ahí, se dedica al estudio de la naturaleza y las características del ser supremo.
La filosofía, por el contrario, no puede (o no debe) aceptar un dogma semejante y se dedica al estudio de lo que supone la religiosidad, término éste más o menos amplio y capaz de abarcar casi cualquier cosa. Teología y filosofía se enfrentaron públicamente un 19 de enero de 2004 en la Katholische Akademie de Bayern, cuando coincidieron en la misma mesa el teólogo Joseph Ratzinger y el filósofo Jürgen Habermas.
Habermas defendió entonces la justificación no religiosa del Derecho y la autosuficiencia en la legitimidad de las constituciones liberales, que no necesita apelar a ningún tipo de convicciones religiosas. ¿Cuál es entonces el espacio de la religión? Habermas defendió que, en la medida de que la razón no es ilimitada, siempre queda un espacio para la fe. Pero, para que fe y razón puedan convivir en el espacio democrático, creyentes y no creyentes deben esforzarse en la mutua traducción.
Ratzinger, por su parte, inició su ponencia afirmando que el pensamiento secular no ha podido dar respuesta a preguntas como la de por qué hacer el bien. Incluso cuestionó los mecanismos democráticos de las mayorías, porque estas pueden ser «ciegas o injustas», aunque afirmó que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento jurídico, al tiempo que reconoció que la religión también puede ser fundamentalista y, por eso mismo, perjudicial para la convivencia.
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Ratzinger dijo, sin embargo, que razón y fe podrían ser vigilantes mutuos de los desmanes de cada una de ellas por separado, pues son «esencialmente complementarias». Complementarias, sí, pero cada una a su manera, pues, como recordó Habermas, el ciudadano religioso «ya no vive como un miembro de una población religiosamente homogénea dentro de un ordenamiento estatal legitimado religiosamente», lo cual le obliga a aceptar el estatus de secularidad de quien no se siente vinculado con las ideas religiosas. O dicho en palabras de otro de los filósofos con los que Benedicto XVI ha mantenido un diálogo público, Paolo Flores d’Arcais, el problema es que en la base de la fundamentación religiosa está el «Dios lo quiere», es decir, se debe asumir sin contestación un fundamento que se postula como indiscutible, y a partir de ahí, ¿puede haber un diálogo digno de tal nombre?
Cabría preguntarse si, ya no el teólogo, sino el papa, que siguiendo la estela de Celestino V, abandona el pontificado el próximo 28 de febrero, ha predicado con su ejemplo lo que afirmaba.
Ayer mismo, el filósofo de la religión Manuel Fraijó, profesor de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), le censuraba, en un elogioso artículo publicado en El País, su tendencia al dogmatismo: «Por supuesto: nadie debería exigir a Benedicto XVI, ni a ningún papa, que se convierta en un predicador del relativismo; pero se ha echado de menos en su pontificado, dicho con la suavidad que exige la hora de los elogios, una cierta comprensión e indulgencia hacia el relativismo».
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Y es que, como el mismo Fraijó decía en Fragmentos de esperanza, ni el propio Jesucristo sabría muy bien qué hacer con un teólogo, pues sus métodos eran muy distintos: «Él procedía por insinuaciones, por respetuosas invitaciones y apelaciones a lo más profundo del hombre. Nunca violentó conciencias ni impuso dogmáticamente sus propias convicciones. Es ocioso recordar que no impuso sanciones ni condenó a nadie al silencioY sus mejores seguidores hablaron siempre con parresía, es decir, con una libertad que afrontaba el riesgo. Es la libertad que mueve a los que confían en que la verdad es noble y se abre paso por sí misma».
Cuando se acerca a su final, la verdad del pontificado de Benedicto XVI no se ha abierto paso por sí misma salvo en los que ya creían en ella. Sobre los demás ha operado la fuerza de un dogmatismo demasiado rápido a condenar al ostracismo. Tal vez, el haber sido el prefecto de la congregación para la doctrina de la fe o, lo que es lo mismo, de la antigua Inquisición, imprimió demasiado carácter sobre el teólogo. Y tal vez la próxima vez, el espíritu santo prefiera alumbrar con más tolerancia al depositario del anillo del Pescador.
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