Macondo en las Afortunadas

Domingo Rodríguez

Lunes, 20 de julio 2020, 07:18

Sucedió en Ayagaures, pago del sur de Gran Canaria. Eran los años en los que las carreteras de la isla no permitían una comunicación ágil y cómoda. Las distancias se hacían eternas, lo que obligaba a muchos docentes a pernoctar en sus destinos laborales casi toda la semana. Llenaban el tiempo fuera de la escuela de diversas maneras. En Ayagaures la maestra decidió espantar las horas muertas abriendo el aula a todo vecino que quisiera ocupar los asientos que los niños habían dejado poquito antes. La escuela se convirtió así en un espacio social y cultural fuera de la jornada escolar reglamentada, en humilde ateneo rural, en modesto punto de encuentro de quienes poblaban la pequeña localidad para conversar, escuchar, aprender de las propuestas ofrecidas por la maestra o de lo que fuera surgiendo espontáneamente. Una tarde la maestra abrió un libro nuevo, probablemente llegado hacía poco a la isla, y se dispuso a leerlo en voz alta. Su título, Cien años de soledad. Página a página, capítulo a capítulo, jornada a jornada, los Buendía, Úrsula Iguarán, Remedios la Bella, el gitano Melquíades y cuantos personajes conforman la maravillosa historia escrita por el colombiano Gabriel García Márquez, van desfilando ante los vecinos de Ayagaures, entremezclándose con el universo tan localizado del pequeño pueblo del sur, ocupando espacios en el imaginario personal y colectivo de los lugareños, que a medida que se familiarizaban con los personajes de la novela los iban liberando de su condición de forasteros de ficción para convertirlos en paisanos cercanos, reconocibles, hasta el punto que una de esas tardes, al finalizar la lectura, un asistente, de los más viejos del lugar, comentó asombrado: -»Lo que no entiendo es cómo el que escribió el libro nos conocía tan bien sin haber estado nunca aquí». Me lo contó en 2003 Alicia Llarena, catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Y Berbel el nombre de la maestra (además de pintora, escritora, ilustradora) que llevó el universo de Macondo a la modesta escuela rural de Ayagaures, generosa al compartir con los vecinos su tiempo para dedicarlo a la lectura en voz alta de Cien años de soledad, una de las más hermosas novelas de la Literatura universal, reveladora de un mundo no descubierto hasta ese momento, que nos enseñó a mirar hacia nosotros, hacia las islas, para hacernos ver que también poseíamos un universo propio emparentado indudablemente con el de García Márquez, que nos indicaba el camino a seguir para comprender las claves de por qué éramos como éramos, de reconocerlo y de saberlo contar. Y Macondo se instaló en nosotros y afloró en cada uno de los rincones de estas islas nuestras que también viven para siempre en las páginas de la obra cumbre del genial autor colombiano. «Recordando (Amaranta Úrsula) que su madre le había contado en una carta el exterminio de los pájaros, había retrasado el viaje varios meses hasta encontrar un barco que hiciera escala en las Islas Afortunadas, y allí seleccionó las veinticinco parejas de canarios más finos para repoblar el cielo de Macondo».

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