La tormenta de Jinámar
Al final del barranco le han levantado sendos centros comerciales, uno a cada orilla. Eso y un supermercado de bajo coste son las mayores novedades constructivas registradas en las tres últimas décadas, desde que se frenó la plantación de viviendas sociales a finales de los años 80. Entonces Jinámar era ya el túnel más grande de Canarias, otra sima que conducía al fondo de la miseria porque a los gestores de turno se les ocurrió que en aquellos andurriales se podían concentrar todos los desahuciados del mundo. Y dejarlos abandonados a su suerte.
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Algunos impulsores de aquel delirio siguen por ahí, disfrutando de canapés y salarios públicos, sin mayor problema de conciencia. Se tardó una década en crear los mínimos servicios necesarios para la convivencia, algunos colegios para una población infantil desbordante porque las familias con más hijos tenían derecho a las casas más grandes. Como todo coincidió con el inicio de la democracia, sus gritos se perdían en el mar de las reivindicaciones, de forma que no hubo trato diferente, ni plan integral que les curase el tormento. Una generación de maestros enterró allí sus mejores años, convertidos en expertos aventureros capaces de luchar contra toda clase de vientos y mareas.
La escuela infantil cerró hace más de un año. El centro de salud es un poema donde se concentran todas las metáforas de la agonía. El último complejo de viviendas públicas está terminado desde hace treinta meses, pero las casas están sin estrenar porque el Gobierno regional no terminará el escrutinio de los aspirantes hasta el año próximo. Algunos malpensados sospechan que la entrega vendrá a coincidir con la próxima campaña electoral, como si a los funcionarios competentes (perdón por la paradoja) pudiese darles un ataque de eficacia.
Ayer un grupo de vecinos se echó a la calle, increpando al hambre y al olvido. Su regata no puede permitirse el lujo de esperar a que escampe.
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