Iñaki y Cristina. El tiempo entre facturas
¿Se acuerdan de aquella famosa frase de «Hacienda somos todos»? Pues mucho me temo que ni somos todos ni todos somos iguales. El oscuro y presunto fraude fiscal en el que están inmersos la infanta Cristina y su esposo ha desembocado en una maraña de facturas entre las que se encuentran algunas que, primero parecían falsas, pero resulta que no, falsas, falsas, lo que se dice falsas no eran las famosas facturas. Ahora son simuladas y cruzadas (¿?) Más allá de los vericuetos y atajos que Hacienda haya podido tomar para llegar a esta conclusión, a una servidora lo único que le ha quedado claro es que la infanta no puede ser acusada de un delito fiscal porque no ha llegado a defraudar 120.000 euros. ¡Menos mal! No hay delito, ya puedo dormir más tranquila sabiendo que el segundo vástago de los Reyes de España no ha tenido la idea de defraudar a Hacienda (que es lo mismo que decir a todos los españolitos-súbditos-contribuyentes honrados) una cantidad tan ridícula como 120.000 euros... ¡Por dios! Tal y como está el país hoy en día, ¿quién se va a preocupar por unos 120.000 euros, o por un palacete de 6 millones de euros, o por el presunto cobro de unos servicios que nunca se dieron...?
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Lo he dicho ya en otras ocasiones. Al ritmo que lleva, Cristina de Borbón y Grecia es capaz de cargarse ella solita la institución a la que representa su familia. A la Monarquía le está costando sangre, sudor y lágrimas mantener mínimamente el equilibrio ante las noticias que aparecen en relación al matrimonio Urdangarín Borbón. Ya no se trata solamente de los presuntos delitos fiscales en los que parece estar envuelto el yerno del Rey. No podemos olvidar los correos en los que el otrora jugador de balonmano se chotea de toda su familia política sin dejar títere con cabeza. Iñaki, se permite, incluso, el lujo de bromas de contenido sexual con respecto a sus cuñados, los Príncipes de Asturias. Lo que está claro es que el marido de la infanta se retrata él solito con comentarios de ese tipo. Demuestra tener muy poca educación, un sentido del humor zafio y de muy mal gusto y una falta total de agradecimiento a aquellos que en su día le acogieron con los brazos abiertos y, de paso, le abrieron las puertas de un montón de posibilidades a las que nunca hubiera tenido acceso si hubiera seguido en el balonmano... que tampoco era la estrella del equipo que digamos. ¿Qué hubiera sido de Urdangarín si la infanta Cristina no se llega a enamorar hasta el tuétano de él? Pues posiblemente hubiera acabado su carrera deportiva con más pena que gloria; que el balonmano no es el fútbol ni él era el Messi del equipo. Lo que nunca he llegado a entender es cómo una persona que en 1997 se libró del servicio militar obligatorio por, según los informes que presentó, ser sordo, pudo seguir siendo jugador del Barça, ser internacional con la selección española y disputar tres Juegos Olímpicos. Porque Iñaki, a quien le había tocado por sorteo hacer la mili en Ceuta, alegó «hipoacusia bilateral completa» para escaquearse y ser declarado no apto para el servicio. Se ve que el duque consorte de Palma era sordo para oír las órdenes militares pero no para seguir las instrucciones del entrenador de turno. Tampoco parece que haya necesitado un intérprete en el lenguaje de signos a la hora de acudir a los juzgados para declarar...
Y mientras, la infanta no dice ni mú, pero no hace falta, porque a lo mejor sería peor que hablara y nos dejara a todos con la boca abierta y patidifusos. Sus actos la retratan a la perfección. Junto a su marido y su cuatro hijos se ha puesto a España por montera, se ha refugiado primero en Washington y ahora en Ginebra y sigue con su vida social sin sonrojarse (hace poco ambos acudieron sonrientes y cogidos de la mano a una boda de alto copete en Barcelona). Y pese a todo, ni a la infanta ni a nadie de su familia se le ocurre que, quizá y aunque sólo sea por un mínimo de dignidad y un máximo de respeto a su pueblo, lo mejor es que Cristina renuncie a sus derechos dinásticos y siga con su vida, con su marido y con su exilio dorado en Ginebra, o en cualquier otra ciudad a la que decida trasladarse Eso sí, lejos de España.
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