Espectáculo

No es sólo el modo desenfadado, el tono machote aprendido en esos vestuarios viriles. Ni la florida jacaranda bajo la que se disimula un limitado, escaso vocabulario, las agresivas obsesiones sexuales o el desprecio por todo lo ajeno. Ni tan siquiera esa superioridad que dan las vistas desde las torres más altas, la fama catódica o la ventaja de ser blanco y rico en territorio norteamericano.

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Lo más novedoso del fenómeno Donald Trump es que promete espectáculo; ya sabíamos que cualquiera puede ganar unas elecciones, como se ha evidenciado en experiencias recientes y cercanas. Otros quisieron hacer historia; Barack Obama fue premio Nobel de la Paz por ser el primer inquilino negro de la Casa Blanca, Bush y sus amiguetes soñaron armas de destrucción masiva en Mesopotamia, y cosas así, pero no fue lo mismo.

La lógica del poder emergente conecta con arcaicas tradiciones, ya conocidas en la Roma de Nerón. Autores de prestigio como Aaron James describen al elegido como un payaso, pero ya quisiera esa suerte el propio Beppe Grillo, todo un profesional del gremio también dispuesto a romper los moldes de la democracia representativa, y sin embargo tan lejos del éxito del rubio con la ruleta de su fortuna.

Ocurre en todos los imperios que sus gestas acaban modelando conductas hasta en los lugares más remotos. Las modas viajan a velocidades televisivas, y por eso no tardarán los emuladores en hacer notar. No faltan los convencidos de que se puede tocar todo, se puede decir todo, se puede simular todo, se puede prohibir o silenciar todo, dictar a conveniencia toques de risa y de queda. Ni están tan lejos, ni son tan extraños; ensayarán ese puntito de descaro ante las cámaras, mostrarán el desprecio por lo público del que presumen en privado, ahora sin vergüenza. Les faltaba un ídolo con un mechero, y un discurso. Ahí está.

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