Voluptuosa fascinación

Algunos realizadores nipones convierten objetos y espacios en motivos de deleite estético, marcos privilegiados envueltos en eternidad.

Aythami Ramos / Las Palmas de Gran Canaria

Viernes, 17 de julio 2020, 02:44

La fascinación del mundo japonés por los objetos y sus formas, constituye uno de los rasgos más notables de esa japonesidad cuyo entendimiento ha traído de cabeza a Occidente desde hace casi dos siglos. En torno a ellos, los japoneses han ordenado rituales sagrados como el culto a los shintai –esas reliquias que según la tradición shintoísta acogen la presencia espiritual de sus venerados kami– o profanos como la ceremonia del té; han modelado valores estéticos como el wabi-sabi (austeridad, sencillez) o el wa (armonía); e incluso, han levantado altares domésticos consagrados a la celebración cotidiana de lo mundano: el toko-no-ma. Esa hornacina o nicho ornamental que decora las estancias principales y las salas de té de la arquitectura tradicional nipona, y en cuyo interior se enmarcan con voluptuosidad pinturas y arreglos florales sin otro propósito que el de servir a la mera contemplación, al puro placer de los sentidos.

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Esta condición formalista del toko-no-ma, que subordina cualquier función utilitaria o semántica de las cosas para integrarlas en una suerte de mecanismo generador de imágenes puras, nos habla de un particular modo de observar y re/presentar la realidad por medio de los objetos que impregna muchos otros ámbitos de la vida japonesa, incluido, por supuesto, el arte cinematográfico. ¿De qué otro modo podríamos entender si no esas composiciones típicamente japonesas, llenas de figuras sensualmente superpuestas sobre fondos de acentuada planitud, que descubrimos con infinidad de matices en la obra de incontables cineastas de aquella filmografía? ¿Cómo interpretar su deleite ante la visión de todos esos objetos quedamente dispuestos en el interior de las estancias vacías, cuya presencia sentimos elevarse y flotar por encima del relato despertando la voluptuosidad latente del espectador y hasta de los propios personajes?

Para el observador distante, Ozu sería el ejemplo más representativo de aquella fascinación, y el que, abandonada la estéril disputa que dividió a los partidarios de Kurosawa y Mizoguchi, más pronto cautivó a los críticos occidentales. A decir verdad, resultaba del todo imposible no dejarse seducir por el aleteo circular de aquellas imágenes salpicadas de figuras dormidas, cuyas siluetas parecen vibrar levemente animadas por el aliento vital del mundo. Inútil resistirse al misterio a un tiempo inaprehensible y sensual que emana del jarrón de Primavera tardía (1949), de la tetera roja de Flores de equinoccio (1958), de la botella de La hierba errante (1959)...

a famosa analoga entre esta última y el faro de la isla de Shijima, que Ozu concibió como obertura de aquel filme, haría correr ríos de tinta sólo superados por los del celebérrimo jarrón, pero los suficientes para convertir la película en uno de los títulos más apreciados de su carrera. En esto, por supuesto, debió influir también el hecho de que se tratase de un remake de uno de los trabajos más importantes de su período mudo –acaso la mejor y más sólida demostración de estilo Ozu anterior a la guerra–, además de su primera y única colaboración con el legendario director de fotografía Kazuo Miyagawa, recientemente homenajeado por el MoMA de Nueva York. De su mano, la ya magistral habilidad de Ozu para situar los cuerpos y los objetos en el interior de los espacios se revestiría de una cualidad pictórica inusitada, convirtiendo el filme en una sucesión de escenarios luminosos pulsados por pinceladas de un intenso azul y rojo.

El esplendor de aquellas imágenes ensombreció, sin embargo, la persistencia de este tipo de contemplaciones visuales y sonoras puras –como las catalogaría el filósofo Gilles Deleuze en sus estudios sobre La imagen-tiempo–, en otros muchos realizadores del período de entreguerras. Uno de los casos más flagrantes sería sin duda el de Sadao Yamanaka, a quien no por casualidad Ozu distinguió como el mejor director japonés de su generación.

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Formado como cineasta en el seno de los estudios Nikkatsu, la muerte le sorprendió prematuramente en el frente de Manchuria cuando tenía tan sólo veintiocho años de edad. Atrás dejaba una veintena de películas de las que sólo tres consiguieron sobrevivir a la guerra y la degradación. Una doble tragedia, pues, para una cinematografía que, pese a todo, nunca renunció a su legado. Al contrario, logró mantenerlo vivo en las imágenes de otros realizadores influenciados por su obra, así como en los modismos del género que le encumbró y a cuyo desarrollo contribuyó de forma decisiva: el drama de época o jidai-geki de tono realista, que de la mano de Yamanaka alcanzaría una de sus cotas más altas en Humanidad y globos de papel (1937). Una historia de vidas atravesadas por el azar y la fatalidad, que supuso el último trabajo en vida de su autor y que aún hoy puede verse como un auténtico manifiesto sobre cómo hacer cine.

La estudiada disposición de los elementos contenidos en cuadro, la articulación del espacio por medio del corte, el punto de vista inusualmente bajo de la cámara y el empleo de primeros planos de objetos a modo de naturalezas muertas –esos omnipresentes globos de papel, alegoría de la existencia efímera y desamparada de los protagonistas–, nos permiten, en efecto, reconocer su impronta en el imaginario esencial del cine japonés. Pero sobre todo, nos hace soñar con la grandeza de ese cine otro que pudo haber sido y que, por desgracia, nos fue arrebatado con su temprana desaparición.

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Menos trágico, aunque igualmente olvidado por la historiografía occidental, fue el destino de Hiroshi Shimizu. Una célebre máxima atribuida a Mizoguchi sostiene que, a diferencia de sus películas, las obras de aquel no eran fruto del trabajo duro sino del genio. Ciertamente, resulta difícil no creer en dicha posibilidad al contemplar la exuberante modernidad de La perla escondida (1929) –la más antigua de sus películas que ha logrado llegar hasta nuestros días- o la frescura de Los masajistas y una mujer (1938). Esta última, un perfecto ejemplo del tono de puesta en escena propio de las producciones Shochiku. Tono que él mismo había contribuido a modular junto a Yasujiroō Shimazu y Heinosuke Gosho en los primeros aos de la compañía, y que pasaría a la historia bajo el sobrenombre de «estilo Kamata».

Paradójicamente, su aportación a dicho estilo quedaría eclipsada por el fulgor autoral de aquellos a los que influyó de modo más notable: Ozu y Naruse. Tanto es así que soluciones que hoy identificamos como figuras de estilo propias de aquellos, incluyendo los movimientos de dolly precediendo o siguiendo el desplazamiento de los actores, la puesta en valor de la elipsis, la dialéctica de lo nítido y lo borroso, el empleo de analogías visuales, y sobre todo, el uso dramático y referencial de los objetos hiper-situados en escena, ya habían sido empleados de forma habitual por Shimizu desde finales de los años 20.

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Tras el fin del conflicto armado, muchos de aquellos cineastas siguieron trabajando hasta bien entrada la década los 60, al tiempo que su labor era continuada –aunque con distinto rumbo, como sabemos– por autores más jóvenes como Keinosuke Kinoshita o Akira Kurosawa. Mikio Naruse fue uno de los últimos y más brillantes referentes de aquella edad de oro, que pronto empezaría a ser cuestionada por los líderes renovadores de la nuberu bagu. En este sentido, el rodaje de Nubes dispersas en 1967 no sólo puso punto final a una de las filmografías más ejemplares de la historia del cine. También a una forma de entender las imágenes que bajo la personalísima mirada de Naruse había producido algunas de sus mejores obras.

De ahí que el aroma crepuscular que inunda la atmósfera de este film no se traduzca en una mera exhibición de figuras y temas más o menos identificables con la poética de su autor: esos retazos del pasado que atraviesan la continuidad del ahora bajo el filo de recuerdos punzantes, los contra-planos que desnudan el alma de los personajes despojándolos de toda máscara, los objetos que irrumpen en la escena tensionando y dando forma a las emociones contenidas... Aspectos todos ellos que pueden encontrarse en diferentes formas a lo largo de toda su obra –a sea en el expresionismo juvenil de ejos de ti 1933) o en el desgarro posblico de Nubes flotantes (1955)–, pero que aquí se muestran difuminados en una puesta en escena tan manierista como autorreferencial. Fruto de esa conciencia de inmediata desaparición que sólo puede nacer de la certeza de estar viviendo ya en un mundo distinto al que le dio origen.

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Con todo, la fascinación del cine japonés por los objetos no sólo no se diluyó, sino que siguió agitándose en la incertidumbre de aquella posmodernidad sacudida por los embates de la nueva ola, antes de varar nuevamente en las imágenes reposadas de Hirokazu Kore-eda o el malogrado Jun Ichikawa. Que ambos se reconociesen en buena medida deudores del cine de Ozu evidenciaba algo más que una simple afinidad por los motivos y temas comunes del viejo maestro. Desvelaba la persistencia de una sensibilidad común por lo inanimado, anterior o ajena incluso al propio cine.

Tony Takitani (2004), la película que encumbró internacionalmente a Ichikawa poco antes de su inesperada muerte tras más de tres décadas entregado al mundo de la publicidad, el cine y la televisión, adaptaba un relato breve de Haruki Murakami sobre el desamparo y la alienación del hombre posmoderno en la sociedad de consumo. Un drama apenas sostenido por una colección de objetos que revelan y dan forma a la banalidad que les rodea, mientras asisten inmutables a la existencia vacía y a destiempo que marca el destino de los personajes.

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Cambia el mundo sí, pero no el sentido último de los objetos ni el valor de su presencia. Y es que, en realidad, ¿no es este papel de espectador pasivo cuya apariencia se enmarca en los límites del drama, el mismo que interpreta el jarrón de Ozu, o los globos de papel de Yamanaka, o tantos y tantos otros objetos que habitan en el interior de las imágenes del cine japonés? ¿Y no será ésta la verdadera función del toko-no-ma, la de construir un marco privilegiado para que los recipientes, las flores y los trazos caligráficos, observen envueltos en el silencio y la penumbra el efímero espectáculo de la vida?

Acaso sea esta concepción de lo inanimado como ‘testigo mudo’ de las desazones mundanas, el rasgo más representativo de la voluptuosa fascinación del cine japonés por los objetos. El más claro signo de su persistencia en el corazón de las imágenes.

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Toko-No-Ma: la voluptuosidad de los objetos en el cine japonés

La Semana de Cine japonés está organizada por la Asociación de cine Vértigo. Cuenta con el patrocinio de la Fundación Japón. Todos los actos se desarrollan en la Casa de Colón, en Vegueta.

Conferencia. El lunes, 23 de julio, a las 19.00 horas, El objeto y la casa: estrategias de voluptuosidad para un cine refractario, a cargo del crítico y escritor Aythami Ramos.

Proyecciones a las 20.00 horas

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Lunes 23, Los masajistas y una mujer, dirigida por Hiroshi Shimizu.

Martes 24, Humanidad y globos de papel, de Sadao Yamanaka.

Miércoles 25, La hierba errante, dirigida por Yasujirō Ozu.

Jueves 26,Nubes dispersas, dirigida por Mikio Naruse.

Viernes 27, Tony Takitani, dirigida por Jun Ichikawa.

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