‘Carmen’, un faro precursor

La 51ª temporada de Ópera de Las Palmas de Gran Canaria Alfredo Kraus representa los días 22, 24 y 26 de mayo, a partir de las 20.30 horas, en el teatro Pérez Galdós, la popular composición de Georges Bizet, con una producción del Teatro Villamarta de Jerez de la Frontera y con Annalisa Stroppa en la piel de Carmen, la cigarrera protagonista.

Arturo Reverter / Madrid

Martes, 21 de julio 2020, 21:11

Accede de nuevo a nuestros escenarios la ópera Carmen de Georges Bizet, una de las más representadas entre nosotros. No hace mucho hablábamos en estas páginas de ella y de su significado a propósito de la presentación en el Teatro Real de la polémica producción de Calixto Bieito. Hoy queremos referirnos a este dramático y colorista titulo, aportando nuevas ideas, con motivo de su exhibición en el Teatro Pérez Galdós de Las Palmas de Gran Canaria, dentro de la 51ª Temporada de Ópera de la capital.

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En este caso la creación escénica, proveniente del Teatro Villamarta de Jerez, viene firmada por Francisco López, experto conocedor de los entresijos de este tipo de espectáculos, que plantea una aproximación en clave más bien realista, de muy cuidada imaginería, con el que colabora, como escenógrafo y figurinista, el siempre inspirado Jesús Ruiz. Una ocasión más de ver recreada la tragedia de la cigarrera desde un nuevo punto de vista y de poder con ello sumergirse en su sensual ambiente y seguir la sorprendente peripecia que vive la gitana, de comprobar su personalidad, su sentido de la libertad, su capacidad de amar.

Carmen fue para Bizet el fin de un camino de búsquedas, aunque ese fin llegara en las postrimerías de una corta vida que concluiría en 1875, muy poco tiempo después de que se estrenara en la Ópera Cómica de París. Eso es lo que era la obra, una opéra comique, en el tradicional formato que alternaba diálogos hablados y números musicales, bien que éstos tuvieran en este caso mucha más importancia de lo habitual. Lo curioso es que el compositor había intentado previamente el éxito por los derroteros de la llamada grand opéra de carácter exótico –Le pêcheurs de perles (1863), Djamileh (1871)– o de operón romántico –La jolie fille de Perth (1866)–. De todas formas, no puede negarse que, después de todo, Carmen es bastante exótica, aunque ese exotismo proceda del oeste, de un país como el nuestro que siempre atrajo, sobre todo a partir del siglo XVIII, a los extranjeros. Uno de ellos fue el escritor Prosper Merimée, viajero impenitente por este suelo, autor de la famosa novela que inspiró al compositor.

Más de una vez se han señalado los rasgos de opereta que pueden observarse, aunque parezca extraño, en Carmen. No debemos de olvidar que Bizet cultivó, aunque episódicamente, el género a poco de recibir el Premio de Roma. Ganó un concurso con Lecocq con la opereta Le Docteur Miracle (1856). Ahí está la habilidad del compositor, capaz de alcanzar resultados dramáticos tan notables en su última ópera transformando y tratando de otra manera los elementos de signo más ligero que definían aquella juvenil composición. La opereta de Offenbach, que tanto influyó en nuestro músico, viene de la ópera bufa de Rossini y especialmente de Donizetti –que estuvo en París en sus años más maduros–. Y Bizet los había desarrollado incipientemente en aquella partitura y en otras ligeramente posteriores como Don Procopio o la hoy desaparecida –quizá destruida– La guzla de l’émir.

El compositor abandonó esa estética para acometer las citadas Los pescadores de perlas y Djamileh, que nos ponen en contacto con Wagner, una influencia singularmente detectable en la primera y que, caso curioso, aunque se haya dicho lo contrario muchas veces, no aparece de manera tan ostensible en Carmen. Pero, claro, tampoco puede negarse que algunas técnicas del alemán están presentes, así el uso de dos o tres motivos –más mnemotécnicos que conductores–, un mecanismo por otra parte ya empleado por músicos anteriores, o el uso de ciertas características del lenguaje armónico.

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Son rasgos, como ya señalábamos en estas páginas no hace mucho, que no parecen suficientes para calificar a Bizet de wagneriano. Ese parentesco fue una de las razones por las que algunos rechazaron la ópera en el estreno; junto a la originalidad de los planteamientos y al un tanto escabroso asunto, pese a los recortes de los libretistas. Pero hay que insistir, y lo han hecho muchos estudiosos, que lo que realmente queda de Wagner, aparte las técnicas motívicas, es poco. Incluso el colorido orquestal, lleno de luz, se distancia ostensiblemente del del autor de la Tetralogía. Es mucho más claro, mediterráneo, lo que no excluye momentos realmente sombríos, como el aria de las cartas.

Bizet se sirve a la postre, en todo caso, de las estructuras simétricas de la ópera romántica para crear un discurso ciertamente de una diversidad extraordinaria, engarzado en una vertiginosa sucesión de cuadros, de viñetas, que circulan ante el espectador con ritmo cinematográfico. Es admirable, volviendo a la opereta, la forma en la que el compositor, resalta Leibowitz, transmuta una escena como la mencionada de las cartas, o del destino fatal –donde Carmen ve su propia muerte–, que sería idónea, por su lenguaje y distribución –un trío entre dos mezzos y una soprano–, para la ópera bufa, en uno de los instantes más dramáticos e incluso trágicos de la obra. Las contestaciones que Mercedes y Frasquita dan a cada una de las aseveraciones de la cigarrera, tienen sin duda una ligereza emanada del género más cómico. De este terreno procede, evidentemente, el Quinteto de los contrabandistas, con su vital acentuación, su levedad de trazo, su agilidad de figuraciones, su aire saltarín.

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Cruce de valores

Resumiendo sus observaciones, el mencionado Leibowitz, un compositor, director y musicólogo muy autorizado, conocedor como pocos de la música de la escuela de Viena y antiguo discípulo de Schönberg, estima que lo más relevante de esta ópera de síntesis, lo que le concede un especial significado, es la manera en la que Bizet metamorfosea y da un nuevo valor a la tradición. Cierra un pasado y, al tiempo, abre el futuro; lo que se refleja, por ejemplo, en el uso de la ambigüedad y del equívoco. Se sitúa entre Verdi y Wagner y preconiza el verismo. Un auténtico faro, que irradia hacia toda la ópera del porvenir. Quizá por ello, por ese cruce de valores, por esas aparentes indefiniciones, se ha llegado a decir que Carmen no posee estilo, una opinión muy extendida entre los críticos franceses de la época, no demasiado progresistas indudablemente. A Bizet lo que le importaba era la pasión, la vida, la emoción; pero a través de un diseño formal adecuado. Proclamaba: «Sin forma no hay estilo y sin estilo no hay arte». Pero más bien hay que acordar, y así lo hacía Nietzsche en sus últimas manifestaciones, que «Carmen obtiene sus mejores efectos sin la mentira del gran estilo». La pregunta es: ¿cómo un autor cuyo estilo se pone en cuestión puede causar una adhesión tan general?

Desde luego, la riqueza de la partitura es inmensa, torrencial, imparable. Consta de 27 números repartidos en cuatro actos. Una disposición que sin duda respeta las convenciones y que da cabida, de manera que podríamos calificar de proteica, a todas las formas posibles de teatro lírico; algo así como lo que Mozart realizaba en La flauta mágica. Tenemos, por un lado el parlamento, el diálogo hablado, en la versión original, o el recitativo construido por el discípulo Guiraud. Tenemos el aria tradicional, clásica, con su introducción, su andante bien desarrollado, su sección contrastante y su repetición: la de Micaela, de melodía tan tierna, tan a lo Gounod. El aria de Escamillo es otra cosa: rompe súbitamente con la melodía principal y sigue luego, con la intervención del coro, un aire marchoso. Se manejan dos temas.

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Hemos hablado antes del dúo del primer acto; pero hay otros, como el tan intenso, extenso y cambiante, de Carmen y José en el segundo acto o el terrorífico del cuarto. Como conjunto son modélicos el ya referido trío de las cartas o el mencionado Quinteto. Magníficamente construido está el final del acto tercero, un amplio sexteto con coro. Otra cuestión es la de los temas españoles. Aquí la fantasía es inagotable, tanto en el campo de la invención (folclore imaginario) como en el de la cita, siempre adecuadamente estilizada. Algunos motivos pertenecen directamente al folclore español. Tengamos en cuenta que en París vivían muchos músicos españoles reclamados por la emperatriz Eugenia y había por tanto un excelente caldo de cultivo.

Por otro lado, parece bastante probable que Bizet utilizara el Estudio sobre la música española de Gevaert publicado en 1862. Además, tenía en su biblioteca una serie de temas hispanos y conocía el trabajo de Estébanez Calderón. La célebre habanera de primer acto proviene de El arreglito de Iradier.

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El segundo Intermedio es una traducción del comienzo de una canción de cuna recogida por Pedrell. Y el tercero es un polo extraído de una tonadilla de El califa fingido de García. Aquí y allí se perciben, aun a retazos, diseños y figuraciones que emanan de ese folclore y que toman vida gracias a una habilísima orquestación y a un refinado sentido de la armonía. Hay energía, vigor y fuerza, abigarrado colorido y una vena melódica irrefrenable que hacen que el discurso no se quiebre y que mantenga la tensión, entre contrastes de contrarios a veces, hasta el mismo final, tras el dramático dúo entre Carmen y José, que habrá de ser finalmente su ejecutor; aunque, como tantas veces se ha dicho, es ella la que, en un gesto glorioso, mujer indomable, se lanza voluntariamente a la navaja que empuña su antiguo amante. Un cierre muy efectivo, un tanto granguiñolesco, con los asistentes a la corrida rodeando a don José, que llora desconsolado con el cadáver de Carmen entre los brazos. Por cierto, que siempre nos hemos preguntado cómo Bizet no escribió unos compases más antes de la conclusión para dar tiempo a que el populacho –ese que ha desfilado con jacarandoso pavoneo al principio del acto– salga a escena. Tal y como está confeccionada la partitura han de venir corriendo. Pero son cosas, inverosimilitudes, que el cartón piedra que siempre hay en la ópera de todas las épocas no ha llegado a resolver.

El reparto

Es en principio competente el reparto que ha preparado el Pérez Galdós. La gitana estará en la voz y la figura de la italiana Annalisa Stroppa, morena y garbosa, que posee un timbre esmaltado, oscuro y sensual de mezzo lírica. Da muy bien en escena y es actriz solvente, aunque todavía ha de pulir su gestualidad y hacerla más variada y sutil. Resulta creíble en una parte que ha cantado ya numerosas veces y que constituye una de sus cartas de presentación. Su tinte penumbroso va muy bien para la comentada aria de las cartas. A su lado, estaba previsto el don José del norteamericano Bryan Hymel, un tenor lírico que da estupendamente en disco y en la radio y que en escena pierde no pocos enteros, puede cumplir con creces su cometido en el acto inicial, a lo largo del poético dúo con Micaela. Finalmente se ha caído para estas tres funciones y lo sustituye Leonardo Caimi.

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Encontramos en exceso liviano, a priori, al barítono eslovaco Dalibor Jenis, de encarnadura muy lírica para una parte, como la de Escamillo, que exige consistencia y vigor, amplitud y poder para solventar la esquinada configuración de su famoso Toreador, en donde se le pide descender a notas algo incómodas y ascender limpiamente al fa agudo. Y también enfrentarse e don José en un dramático y altisonante dúo. Parece muy apropiada para Micaela la voz de la griega Irini Kyriakidou, una lírica de hermoso espectro, maleable y musical, buena fraseadora, espirituosa y fresca. El timbre y las maneras se nos antojan ideales para su encuentro con don José y su comprometida aria del tercer acto.

El resto del equipo principal, con los españoles Isaac Galán (Morales y Dancairo), Ricardo Bernal (Remendado) y José Antonio García (Zúñiga) al frente, no creemos que desentone.

A todos ellos, naturalmente, habrá de encauzar y gobernar, con los matices correspondientes, el actual titular de la Filarmónica de Gran Canaria, el británico Karel Mark Chichon, hombre experto en esta obra, que ha tenido a sus órdenes en ella, como es lógico, a la que ahora es su mujer, la mezzo Elina Garança, una de las grandes Carmen de la actualidad. Conoce, por tanto, el paño. Las tres funciones cuentan con el Coro de la Ópera de Las Palmas, que dirige Olga Santana.

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