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Nada más entrar en el piso, el olor a café y el queque recién hecho de Samira –que no para de ofrecer a todo el que atraviesa la puerta– llenan el ambiente. Dice que tiene talento en la cocina, pero su verdadera pasión es la mecánica. «Tengo brazos muy fuertes», asegura entre las risas cómplices de sus compañeras. Ella, joven marroquí de 19 años, comparte hogar con otras cuatro migrantes, apenas cumplidas la mayoría de edad, en uno de los pisos del programa de extutelados impulsados por la Consejería de Bienestar Social.
Con ella conviven Ana, también de Marruecos; Mariama y Amina, de Costa de Marfil; y Jennifer, que escapó de la inseguridad y la inflación insostenible de Perú en avión. El resto llegó a las islas sola, en patera y pasando por el sistema de protección de menores. Son solo cinco historias que pese a ser diversas comparten un presente común, el de conseguir su independencia y encontrar las oportunidades que no ofrecían sus países.
«En África estábamos destinadas a casarnos, dedicarnos a la casa y cuidar de los hijos. Aquí es diferente», explican. La libertad de pasear solas, tener amigos de todo tipo o vestir y comer sin imposiciones es algo a lo que se han acostumbrado rápido, pero el camino no ha sido fácil.
Mariama recuerda cómo huyó de un matrimonio forzado y se embarcó durante tres días de travesía junto a más de un centenar de personas. «Nadie sabía nada. En el momento en que mi familia supo de mí ya estaba en España», confiesa, con la mirada puesta en sus actuales estudios a través de un Programa de Formación en Alternancia con el Empleo (PFAE), impulsado por la Fundación Canaria Main, para ser camarera.
Ana sigue unos pasos similares pero orientados al ámbito sociosanitario. Su viaje en zódiac desde Marruecos duró 24 horas y su hueco en la embarcación, entre otras 42 peronas, le costó 6.400 euros. En términos burocráticos, ya cuenta con permiso de residencia y trabajo, como Amina, que acaba de finalizar un curso de administración. «No me importa de qué puedo trabajar, si es de camarera, en la limpieza o en oficina para mí está bien, yo solo quiero empezar», afirma.
Jennifer, en cambio, sueña con ser una pequeña empresaria. Llegó con la intención de ampliar sus estudios inspirada por su madre, quien tiene un negocio de plantas en su país. Sin embargo, al no haber estado tutelada como menor, debe esperar tres años para obtener un permiso de trabajo, a pesar de haber completado ya un ciclo medio en comercio y márketing. «Es como retroceder administrativamente por solo unos meses», explica con cierta resignación.
Pero las dificultades no se limitan a los trámites. En el piso, los recuerdos del pasado y las cicatrices emocionales conviven con los pequeños triunfos del presente. Samira se quiebra al contar el miedo y desamparo que sintió durante los siete días que pasó en alta mar. Partió de Dajla alentada por su padre, que quería protegerla de las amenazas que había recibido por el reclamo de un dinero. «La primera vez se volcó. Yo lloraba mucho y no quería subir. Al tercer día de travesía las olas nos inundaron, estábamos mojados y hacía muchísimo frío», recuerda.
Ana completa sus frases, a sabiendas de lo que significa estar en esa situación («está todo oscuro... sin comida») y la consuela a su amiga fundida en un abrazo cuando comienza a llorar. Su cuidadora, que acompaña y guía a las chicas durante su proceso de emancipación, se sorprende de su progreso: bajó en silla de ruedas de la embarcación, sin capacidad de mover las piernas, estuvo hospitalizada y ahora se encuentra a la espera de conseguir sus permisos pero con un optimismo contagioso.
La convivencia tampoco está exenta de desafíos. «A veces nos peleamos, por tonterías, como cualquier familia, pero nos arreglamos enseguida», aseguran las chicas, que no solo aprenden del carácter de las otras sino también de su cultura. Entre las cinco se mezclan dos religiones, la musulmana y la cristiana, que practican desde el repeto.
Además, apuestan por celebrar las distintas festividades de cada país en casa, al igual que las tradiciones propias de Canarias, según afirma su educadora. «También nos insiste en que en casa hablemos siempre español para practicar y perder la vergüenza», añade Ana.
Todas se organizan la semana de acuerdo a un calendario en el que se reparten las tareas domésticas: cada día le toca cocinar a una, limpiar alguna de las estancias de la casa o hacer la colada. El domingo es el «día libre» en el que puede variar un poco más su rutina.
Con todo, los fines de semana suelen planear salidas juntas como cualquier otra joven. Lo más habitual es que vayan a merendar, den un paseo por la playa de Las Canteras o por algún centro comercial. «El ocio muchas veces es la forma más rápida y barata de integración», asegura Antonio Molina, coordinador de la Fundación Canaria Maín que gestiona el programa. «Nuestro objetivo no es solo cubrir sus necesidades básicas -techo, comida, sanidad o transporte- sino darles todas las herramientas posibles para que puedan salir adelante aunque sean mayores de edad«.
Esto se traslada, insiste, al régimen de convivencia, unas rutinas lectivas o laborales e incluso su propia administración económica. «Los educadores están en todo el proceso, y una vez consiguen los objetivos no los abandonamos a su suerte, hay un acompañamiento constante. Tanto que terminan creándose vínculos inevitablemente», añade Molina.
En los últimos cuatro años, el programa ha atendido a 457 jóvenes, pero las listas de espera continúan creciendo. Actualmente, hay entre 180 y 200 personas entre nacionales y extranjeros esperando una plaza, y la demanda supera con creces la oferta disponible. «Ya no solo nos preocupa tanto lo que hay sino lo que está por venir», advierte Daniel Morales, director general de Juventud, ante la creciente llegada de menores no acompañados a las islas. Actualmente, Canarias acoge alrededor de 5.500 extranjeros y unos 1.800 nacionales en riesgo de exclusión social.
El perfil de los jóvenes que entran en el programa de extutelados una vez cumplen la mayoría de edad es muy variado y responde a múltiples parámetros que valoran los profesionales de cada entidad como la presencia de enfermedades, la falta de recursos y otras vulnerabilidades. «Dependiendo de cada situación también depende el tiempo en el que necesiten de nuestro apoyo. El año pasado conseguimos que se emanciparan 78 chicos y chicas», apunta Molina.
Sin embargo, y pese a las limitaciones que afrontan, confían en que la llegada de siete millones de fondos europeos para el próximo ejercicio supongan un alivio para desatascar el sistema. El reparto se realizará a través de una convocatoria de subvenciones en régimen de concurrencia competitiva y la idea, explica el director general, es que se sufraguen proyectos destinados a «facilitar la autonomía personal» de los usuarios del programa.
Samira, Ana, Mariama, Jennifer y Ámina, son solo una muestra de que, con el apoyo adecuado, es posible no solo sobrevivir, sino prosperar.Pero esa es una batalla a la que ya no están obligadas a combatir solas.
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