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A sus 16 años, Mariama tomó una decisión difícil: abandonaría a su familia, su casa, su país y, en definitiva, todo lo que conocía, para construir «un futuro mejor» en Europa. Quedarse significaba aceptar un matrimonio forzado con un hombre que ni conocía ni le gustaba, y contar sus planes de fuga, poner en un brete a sus padres, que estaban obligados a presionarla. «Yo me hice la tonta y dije que iba a hacerlo, pero por otro lado estaba planeando huir», explica echando la vista atrás.
La misma noche antes de escapar, en Costa de Marfil, Mariama sentía la mirada constante de su familia, sabiendo que vigilaban para asegurarse de que no intentara hacer algo desesperado como autolesionarse, igual que una prima suya. Así que cogió los papeles de su hermana mayor, porque ella no tenía pasaporte, saltó por la ventana y, con la ayuda de una conocida de su misma calle, quien la confió a otra mujer comerciante, puso rumbo a Marruecos.
El camino no fue fácil. Una vez en el norte africano, trabajó durante meses en el restaurante de quien la había acompañado en el viaje sin recibir salario, pensando que así estaba pagando la deuda tanto de la travesía como del alojamiento que le habían proporcionado. Meses después, cuando decidió reclamar su sueldo, la echó a la calle. «Yo seguía necesitando un trabajo para mantenerme. Conseguí dormir en casa de otra mujer, pero continuaba trabajando en el restaurante». La supervivencia no le permitía ahorrar:«Esta es la vida del inmigrante», le llegó a decir su jefa.
Finalmente, una amiga en Francia le envió el dinero que necesitaba para marcharse al desierto, donde tuvo que esperar un mes a base de pan y agua la oportunidad para subir a una patera. En su primer intento, la policía marroquí interceptó la embarcación, pero la segunda, ella y otro centenar de personas más consiguieron sortear la vigilancia y tras tres días en el mar alcanzaron la costa canaria.
De esta historia han pasado ya dos años y ahora Mariama, que pasó por el sistema de protección de menores y ya ha cumplido la mayoría de edad, está determinada a conseguir todas sus metas. Actualmente vive en un piso tutelado por el Gobierno de Canarias junto a otras jóvenes migrantes que han pasado por vicisitudes similares. Está estudiando para ser camarera en un curso PFAE (Programa de Formación en Alternancia con el Empleo), impulsado por Fundación Canaria Main, y combina sus estudios con clases en la autoescuela. Un camino con el que confía poder trabajar en el sector turístico para tener un sueldo y poder emanciparse.
Si bien no descarta marcharse a Francia, que era su destino principal, primero quiere seguir mejorando su español. Ha encontrado en Europa la opción de un futuro que jamás habría tenido en su país. «Mis padres no lo entendían. Me decían que para llegar aquí seguro que había hecho cosas malas, pero han acabado aceptándolo», asegura Mariama convencida de su decisión.
«Ser mujer aquí significa libertad», añade. Puede salir de noche, hablar con amigos sin miedo a recibir una paliza con la correa de una moto o incluso algo tan simple como comerse la cabeza de un pollo asado, reservado solo para los hombres en su familia. Si bien es consciente de que le queda mucho por recorrer, ahora lo hace desde un lugar donde sus decisiones son suyas.
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