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Tribuna libre

La ética más allá del 'me gusta'

Cuando el amor a determinados animales entra en conflicto con la salud del planeta

Raúl García Brink

Consejero de Medio Ambiente, Clima, Energía y Conocimiento.. Cabildo de Gran Canaria

Jueves, 22 de mayo 2025, 23:04

Vivimos una época en la que el respeto por los animales ha ganado terreno en nuestras conciencias. Campañas contra el maltrato, familias que adoptan mascotas ... en lugar de comprarlas o protestas contra el abandono. Todo esto refleja un avance importante. Pero también deja ver una contradicción profunda: protegemos con pasión a los animales que nos resultan entrañables, mientras justificamos o ignoramos la eliminación de otros que nos parecen feos, peligrosos o simplemente molestos.

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¿Realmente es ético defender a los gatos y abogar por el exterminio de serpientes o de roedores? ¿Qué clase de amor a la naturaleza se reduce a la empatía que sentimos por quienes nos recuerdan a nosotros mismos?

Este 'cariño selectivo' no es nuevo, pero hoy está reforzado por la cultura visual de las redes sociales y por una sensibilidad moral que, aunque positiva, sigue atrapada en el centro de gravedad del yo humano. El filósofo australiano Peter Singer nos ha enseñado la importancia de rechazar el «especismo», esa discriminación basada en la especie, y de extender nuestra preocupación moral más allá de los límites de nuestra propia biología. Su argumento nos impulsa a considerar el sufrimiento de otros seres vivos, especialmente aquellos que comparten con nosotros la capacidad de sentir dolor y placer. Sin embargo, incluso esta valiosa perspectiva ha tendido a centrarse en animales que, de alguna manera, nos resultan mentalmente más accesibles: mamíferos, aves, incluso los pulpos. ¿Pero qué ocurre con el resto? ¿Acaso nuestra obligación ética termina en la frontera de lo que podemos sentir o entender fácilmente?

En las islas, estas preguntas adquieren una urgencia especial. Los ecosistemas insulares, como los de Canarias, son laboratorios de biodiversidad únicos y, por lo tanto, extremadamente vulnerables a la introducción de especies foráneas. Lo sabemos bien: la presencia de gatos asilvestrados en espacios naturales protegidos se ha convertido en una de las principales causas de declive de la fauna local. En particular, representan una grave amenaza para especies endémicas como el lagarto gigante de Gran Canaria, declarado críticamente en peligro por la UICN debido, en gran medida, a la depredación por especies introducidas. La imagen de este reptil único, luchando por su supervivencia, contrasta con la facilidad con la que otorgamos nuestro afecto a depredadores introducidos.

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Precisamente, junto con los gatos, la culebra de California es un depredador voraz que diezma las poblaciones de reptiles endémicos. Y nadie cuestiona la necesidad de capturar y controlar estas culebras invasoras para proteger la fauna local. Sin embargo, cuando se plantea la necesidad de gestionar las colonias de gatos asilvestrados en espacios naturales protegidos, a menudo surgen fuertes controversias y resistencias emocionales. Esta disparidad en nuestra respuesta revela de nuevo ese «cariño selectivo» del que hablamos.

Lo paradójico es que muchas veces estas especies invasoras cuentan con nuestra simpatía: nos parecen bellas, evocan paisajes familiares o nos recuerdan a nuestros animales de compañía, dificultando la percepción del daño ecológico que infligen. Por poner otros ejemplos, las cabras asilvestradas erosionan el suelo, devoran especies vegetales únicas y desmantelan lentamente el equilibrio ecológico de las zonas de nuestra cumbre. La planta conocida como rabo de gato, introducida como ornamento, coloniza laderas enteras modificando nuestros ecosistemas y paisajes.

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Aquí es donde conviene recuperar la mirada de Aldo Leopold, pionero de la ética ambiental. Para él, lo correcto no es simplemente lo que minimiza el sufrimiento de individuos concretos, sino aquello que contribuye a la salud integral, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica en su conjunto. Es decir, una ética que no pone el foco en el individuo, sino en el sistema. Una ética que nos obliga a mirar más allá de nuestros afectos personales y preguntarnos qué mantiene con vida al lugar que habitamos.

Esta mirada encuentra una resonancia sugerente en la hipótesis Gaia, propuesta por James Lovelock. Lovelock nos invitó a comprender la Tierra no solo como un planeta con vida, sino como un sistema vivo en sí mismo, un organismo complejo y autorregulado que ha mantenido durante millones de años las condiciones necesarias para la existencia. No se trata de humanizar el planeta, sino de reconocer la interdependencia que une procesos naturales como los ciclos del carbono y la regulación del clima. Desequilibrar una parte de este sistema tiene consecuencias para el todo.

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La filósofa Mary Midgley fue una defensora lúcida de la hipótesis Gaia, no como una metáfora poética, sino como una necesidad conceptual para ampliar nuestra comprensión del mundo. Su crítica a la visión mecanicista del mundo no era un rechazo a la ciencia, sino una invitación a enriquecerla con una dimensión ética de nuestra pertenencia al sistema del que dependemos. Midgley rechazaba tanto el sentimentalismo ingenuo como el cientificismo deshumanizador, proponiendo una ética de la pertenencia, una lealtad a la vida entendida como red, como sistema, como nuestro hogar común. En esta ética, la simpatía por una especie es irrelevante; lo crucial es si su presencia contribuye o no a la armonía de la Tierra.

Desde esta perspectiva, la gestión de especies invasoras no es un acto de crueldad arbitrario, sino una manifestación de responsabilidad ecológica. No se trata de odiar a los gatos o cabras ni de idealizar a las serpientes, sino de comprender que la coexistencia de todas las especies en cualquier lugar no siempre es posible sin graves consecuencias. En ecosistemas frágiles como los insulares, la introducción de un depredador ajeno puede desencadenar la extinción de formas de vida únicas. Proteger lo irrepetible a veces exige decisiones difíciles, motivadas no por el desprecio, sino por el cuidado del conjunto.

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El desafío fundamental es trascender la lógica superficial del 'me gusta' y adoptar un pensamiento basado en el equilibrio, la complejidad y un futuro compartido. Amar verdaderamente la naturaleza no implica humanizarla, sino respetarla en su alteridad radical. Significa aceptar que no somos el centro, que nuestras emociones, aunque valiosas, son insuficientes, y que el mundo no se moldea a nuestra imagen y semejanza.

Como lúcidamente señaló Midgley, el problema no radica en amarnos demasiado a nosotros mismos, sino en nuestra incapacidad para amar de manera adecuada al resto del mundo. La solución no pasa por exterminar lo que nos desagrada ni por idealizar lo que nos enternece, sino por aprender a habitar una Tierra que no fue creada exclusivamente para nosotros, pero sin la cual nuestra existencia sería imposible.

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