Un señor con listas. EFE
...y los gatos tocan el piano

Clasificar

No hace falta contar con un estudio —aunque siempre vienen bien— para darnos cuenta de que una de las cosas que más le gusta a ... nuestro cerebro son las listas y las clasificaciones. El pseudoperiodismo al servicio de los buscadores lo sabe bien: si una información se titula «Las tres rutinas de... ejercicio, belleza, descanso, trabajo» —o lo que sea que se te ocurra detrás— y terminas con un «no te lo puedes perder», tiene más posibilidades de convertirse en viral que si simplemente escribes «Hábitos saludables», por poner un caso.

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Nuestro cerebro es así de vago. Prefiere que se lo den todo estructurado, dividido; encontrar sin buscar. Vendría a ser la pareja del «ahorro lingüístico», pero con consecuencias calamitosas.

También las clasificaciones son una de las adicciones humanas. Entendemos el mundo con esos mapas en los que se resume todo: que si eres de Catalunya, serás tacaño; que si eres de Canarias, una aplatanada.

Pero esta simplonería también tiene su cara amarga. Clasificamos a las personas por cómo se visten, por cómo hablan, por sus cuerpos, por sus arrugas, por su edad, por su forma de comer, por si tienen mascotas o les gustan las plantas. Por si son de la música de los 80, de los 90 o de hace dos siglos. Por si son de la generación 'boom', de la X, la Z o cualquier otra letra del abecedario. Por si aspiran las 's' o pronuncian la 'c'. Que si son de 'brunch' o de merienda-cena. Si son ricos o pobres, si son blancos o negros, si nacieron aquí o más allá.

Quizá, uno a uno, clasificar nos ayude simplemente a ordenar tanta pluralidad. Pero el peligro está en que se use para señalar al diferente: al que no es hetero, a quien no es hombre, a quien no es blanco, a quien no es cristiano. Y en eso, los ultras van ganando terreno, para miseria de todos los demás.

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