'Rigoletto' es una de las óperas más representadas de la historia. Y una de las que en más ocasiones se ha visto en ... el Teatro Real de Madrid. La producción que ahora comentamos, dirigida en lo escénico por un importante hombre de teatro como Miguel del Arco, es la cuarta desde la reinauguración del coliseo en 1997. Y, desde luego, no la mejor. Hablemos en primer término de esa un tanto absurda y desenfocada visión teatral. La mirada de este regidor operístico ocasional se aleja casi por completo de la entraña musical y escénica de una ópera que, pese a las dos escenas que podríamos llamar «de masas», es introspectiva, reconcentrada, de rara penetración psicológica.
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Del Arco no parece haberlo comprendido de esta manera –aunque su comentario en el programa de mano no lo haga pensar–, pues su visión es externa, rocambolesca, caprichosa y desenfocada. Lo opresivo, lo obsesivo, no se consigue únicamente con la pintura de ambientes oscuros, con horizontes faltos de luz procurados en este caso por el manejo de enormes masas de negras telas hinchables que forman montículos movedizos en sustitución de decorados, otras veces reducidos a grandes cortinajes rojos. Ni se logra acumulando gente.
Espamos sexuales
Ni, por supuesto, haciendo que un muy bien dispuesto ejército femenino entorpezca la acción en todo momento. Llega a resultar molesta, por su monótona repetición, la coreografía de Luz Arcas, que promueve, en bien ordenados movimientos, eso sí, y en medio de escenas que lo que requieren es la fijación en uno o dos personajes, una dispersión de la entraña dramática. Las continuas contorsiones, espasmos sexuales, temblores libidinosos, felaciones disimuladas, muchas veces realizados al compás de la música, llegan a irritar, a establecer una pátina engorrosa de superficialidad, que ahuyenta lo que de terrible, de profundo y de trágico tiene la historia, que se ve así entorpecida y desdibujada.
Ni siquiera en las escenas de palacio nos resultan naturales las actitudes grupales. Todo ello contribuye a que el meollo, la almendra, el núcleo, el sentido del drama pase a mejor vida y que la estructura de la obra se resienta de principio a fin. Porque realmente 'Rigoletto' está basada en una construcción enjuta y simétrica, con espacios netamente diferenciados. Así, en el primer acto tenemos dos bloques contrastantes, uno en la mansión del Duque, otro en casa de Rigoletto, con una escena flotante, la del dúo del jorobado con Sparafucile y el monólogo, que liga las dos partes. En el segundo, que se desarrolla en un solo decorado, aparece de nuevo la corte, a donde el giboso acude para rescatar a su hija y se muestra entonces en su doble naturaleza de bufón y padre. Un solo cuadro también para el tercer acto, que desemboca en la soledad final. Unidad es la palabra: la acción dramático-musical trazada casi en un solo aliento. Como decía el compositor: «Si no, se corre el riesgo de producir ópera a retazos, con música de mosaico, privada de estilo y de carácter».
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La música dramática, resaltaba Grabiele Baldini, no había llegado antes a reflejar tanta impudicia a la hora de dar relieve a la expresión humana de las palabras. Rigoletto se desnuda ante el público y vive a lo largo de toda la ópera bajo el influjo de la maldición de Monterone. En su amplio espectro expresivo y en resumen, puede decirse que el personaje del bufón–padre es, y así lo considera Duilio Courir, una sorprendente individualización de lo grotesco como fuente de belleza, traducida en números maravillosos, como el que cierra la ópera, ese dúo padre-hija, que nos eleva a la altura de las. estrellas y que en esta producción queda totalmente desdibujado.
Está de moda defender lo femenino, hoy tan degradado por muchos. Del Arco se abona a esa tendencia, lo cual es muy loable. Pero no a costa de modificar y de cambiar el sentido y la proporción musical de algunos números, como el citado, de una construcción armónica ejemplar. Resulta que Gilda no muere en brazos de su padre, sino que se yergue y se alinea con un nutrido grupo de mujeres desnudas. ¿Reivindicación de lo femenino? Bien, pero no a costa de atentar contra la música.
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A lo largo de la producción se establecen también y se resaltan, se subrayan innecesariamente, momentos en los que la música y la letra lo dicen todo. Por ejemplo, la famosa aria 'Caro nome', durante la que, en medio de un vergel, una especie de oasis en la oscuridad –algo redundante: ya se sabe que la joven vive en una especie de burbuja–, los deseos sexuales de la jovencita toman cuerpo en movimientos libidinosos en los que aparece rodeada y manoseada por un ejército de hombres y mujeres desnudos. Movimientos espasmódicos que se repiten constante y cargantemente a lo largo de toda la ópera.
Las voces
Puesta en escena, pues, externa, vistosa si se quiere, pero errada en nuestra opinión, que albergó una interpretación musical a lo sumo discreta. Nos tocó el segundo reparto, en el que Il Duca era el donostiarra Xavier Anduaga, un lírico-ligero de excelente estuche, puede que aún algo verde para dar vida y lustre al Duque de Mantua, que exige, en teoría, una voz de mayor enjundia lírica. Lástima que ese día estuviera indispuesto, con una evidente afonía, tal y como se pudo comprobar desde el principio, con un 'Questa o quella' falto de gracia y con sonoridades veladas en la primera octava. El agudo aún brillaba. Los problemas surgieron en el dúo con Gilda. No extrañó que en la segunda parte fuera sustituido por John Osborne, Duque en el tercer reparto. Su voz, también de lírico-ligero, tiene poco encanto tímbrico y un vibrato excesivo. Canta con corrección sin más. Un aria como la nada fácil 'Parmi veder le lagrime' necesita bastante más. Incluso 'La donna è mobile'. Salió del paso, lo cual es poco.
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Rigoletto fue el barítono Étienne Dupuis. Es un lírico, de fácil agudo, más bien atenorado, que delinea con gusto y expresa con cautela. No posee la enjundia, la sustancia vocal, el espectro de un Rigoletto, del que dio una visión exenta de auténtico dramatismo, más allá de que fraseara en momentos de forma adecuada. Pero 'Pari siamo, Cortigiani' y otros momentos requieren mucho más. Aguantó, eso sí, en el primer cuadro, el espantajo que se le obliga a vestir y que le da el aspecto de una Queen. Por supuesto no es jorobado.
Nos gusta el timbre vocal de la soprano lírico-ligera de Julie Fuchs, en origen dueña de ciertas sonoridades melosas, menos acusadas en esta ocasión, en la que se la vio no muy en forma, con un ostensible balanceo de la emisión y con dificultades en la zona aguda. Sorteó algunos momentos exigentes en esa franja de Caro nome y no se fue arriba en el final de la Vendetta. Se esperaba más de ella. Vibrato acusado también el de Ramona Zaharia, una discreta Maddalena exenta de graves y con un centro pastoso. Contundente y amplio el Sparafucile de Simon Lim, un bajo bien provisto, de sonoridad homogénea, aunque con un Fa grave poco audible. Exento de amplitud el Monterone de Fernando Radó, aquí nada Vecchio. Secundarios también cumplidores: Isaac Galán, Josep Fadó, Tomeu Bibiloni, Sandra Pastrana, Marifé Nogales e Inés Ballesteros.
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La orquesta
Nos queda hablar del foso. En nuestra representación no actuaba Nicola Luisotti, director principal invitado y forjador musical de la producción. En su lugar, en una de sus cuatro intervenciones previstas, estaba el joven suizo Christoph Koncz, artista bien asentado en el podio, de batuta fácil y amplia. Concertó con aseo y buena disposición, pero no logró la total unificación. Planificación mejorable la suya, como lo fue la sonoridad global, poco refinada, excesivamente agreste, con lo que no sacó a flote las mejores virtudes de la Orquesta. Se comportó muy bien el Coro en los actos de masas. Y en el interno del último cuadro. Inteligentes reflexiones de Laia Falcón en el programa de mano, que, como es ya costumbre desde hace años, no incluye el libreto.
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