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Volcán de La Palma
La brecha sigue abiertaCon el mismo manto con el que la lava sepultó Todoque se va imponiendo una especie de silencio en toda la zona que derritió el volcán. No es un silencio opaco, hecho de retales de miedo, es callada resignación. Hartazgo. Se cumplen dos años de la erupción, y en la isla ya están cansados de hablar sobre el volcán y sus consecuencias. De las ayudas que recibieron, de las que están por recibir. Lo que es evidente es que la brecha sigue abierta.
En el mirador de Tajuya, donde su célebre iglesia, se esperan este martes toneladas de cables. Unidades móviles y reporteros televisivos recorriendo su cansado pavimento para conmemorar la efeméride. Sin embargo, antes de la explosión folclórica vuelve a imponerse el silencio.
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No importa que, justo frente a la plaza, el volcán siga abierto en canal, soltando leves bocanadas de humo como los labios de un consumidor de tabaco rubio. Ni que siga siendo un imán para la mirada esa corona de verde azufre que cubre la brecha abierta por el fuego interior. Por allí ya no pasa tanto curioso. Una voluntaria vende memorabilia del volcán en la puerta de la iglesia. Postales que muestran la lava roja camino del cielo. Ceniza compactada en pequeños frascos como recuerdo de la rabia. Imanes de esos que situar en la puerta de la nevera junto al del último viaje de este verano que no se acaba.
Ella pide no salir en la foto. También prefiere guardarse su nombre. Ya está cansada de responder a la turba mediática que ha pasado por allí desde hace 670 días. También dice que no quiere hablar, pero pronto se traiciona y deja escapar un halo de indignación sin materia.
No sabe a dónde dirigirla. Sabe que toca resignación. La naturaleza no solo cambió para siempre la fisionomía de la isla, cambió la mirada de la mitad de la isla: «Del túnel para allá –dirección Santa Cruz– te dirán otras cosas. Aquí hay gente que lo ha pasado mal y que ha perdido muchas cosas», subraya mientras aparece una pequeña caravana de curiosos que con sus teléfonos móviles aspiran a capturar la imponente figura del volcán comprimida en un par de megas.
La coreografía de la lava obligó a cambiar los mapas y a convertir la isla en un expositor de excavadoras. Esas grúas amarillas adornan prácticamente todos los caminos. Como el que va de Fuencaliente a Las Manchas, todavía a un rato de distancia de la zona cero, donde aseguran que desde las elecciones locales del pasado 28 de mayo no se ha movido una pala.
Ese es el camino hacia La Bombilla y Puerto Naos, convertidas en viejas ciudades del oeste. En vacío fúnebre. En un regreso sin fecha en el calendario. Se adorna el recorrido con montañas de cenizas acumuladas por vecinos y voluntarios, que las fueron retirando del camino y situando en el trazado de la nueva carretera. Las juntas de las aceras, con El Americano cerrado por vacaciones, llevan las huellas del polvo negro injertadas en sus pequeñas juntas.
Llegar a Puerto Naos, dos años después del volcán, sigue pareciendo una distopía. Pequeñas vallas amarillas muestran los carteles de prohibido el paso. Es una imagen curiosa. En unos metros todo cambia. Antes de llegar al aparcamiento a la entrada del pueblo se trabaja en un edificio, con obreros colgados de sus andamios haciendo la faena del día.
Solo a medio metro de allí se encuentra la valla y el prohibido el paso. Y allí un aburrido vigilante de seguridad muestra la realidad de una zona a la que el nivel de emisiones impide que regresen sus vecinos. «Yo tengo aquí una maquinita que mide la radiación. Si pita, pillo el coche y salgo corriendo», cuenta el vigilante, que más que a orillas de una pequeña playa canaria parece estar en el puente de Chernóbil.
Los vecinos de Puerto Naos han dejado bien claro su malestar, su deseo de volver a casa. Allí les esperan sus calles desiertas, sus persianas bajadas. Muchos kilos de ceniza amontonada en los balcones a la espera de que regresen sus propietarios a retirarla.
«Alguna vez hemos pillado a alguien que se ha intentado colar, pero por la general la gente es muy respetuosa», explica el vigilante, que cuenta cómo de interminables son esos turnos sentado en su garita sin ver durante horas y horas la más mínima presencia humana en la zona.
Mientras eso sucede, algunos trabajadores se encuentran en el hotel de la cadena Sol. «Esto es lo que hay», afirman resignados cuando se les consulta cómo es trabajar en estas condiciones y no dejan de recordar que aquella es zona restringida.
Algunas calles muestran heridas abiertas en algunas fachadas. Tuberías que se rompen y liberan litros incontrolados de agua, anunciando sorpresas desagradables para algunos vecinos cuando por fin se les permita regresar al hogar que dejaron atrás.
En El Paso y en Los Llanos de Aridane se encuentran esas viviendas prefabricadas que intentan convertirse en el hogar de quienes lo perdieron todo. En El Paso la cosa aparenta ser un pequeño pueblo alpino. Con sus coquetas viviendas de madera con el techo a dos aguas. La vida allí pasa despacio y debajo de cada tejado se esconden muchas historias.
Algo peor es la cosa en Los Llanos, sobre el estadio Acero, casa del equipo del pueblo. Esas viviendas son contenedores. Como los que viajan en barco y cargan los camiones. Los vecinos allí refugiados tratan de paliar su mala estrella. Sin ir más lejos, el pasado fin de semana organizaron una fiesta de la espuma.
Pero en esos recipientes se suceden vidas que cambiaron para siempre. Es el caso conmovedor de María del Carmen Paz Rodríguez. Llegó a Todoque con 16 años, cuando se casó. Allí echó raíces y allí pensaba seguir: «Siempre decía que de mi casa me llevarían al cementerio, pero ya ni eso.La lava se llevó la tumba de mi marido», expresa con una de esas fortalezas que hace dudar de los problemas que pueblan otras vidas.
María del Carmen vive sola. Lleva unas argollas canarias que resaltan su rostro, hermosas y cultivadas. «Eran de mi madre, que falleció cuando yo tenía 13 años. Claro que las tengo que tener bien cuidadas», explica.
En su contenedor ladra un pequeño perro que le hace compañía. «Estaba acostumbrado a vivir en una casa con patio y, claro, ahora no es lo mismo», subraya mientras toquetea incansablemente el mando del aire acondicionado.
Y es que esa es su realidad. En un contenedor y con los 30 grados que pegaron durante buena parte de la semana pasada, por mucho aire acondicionado con el que intentar hallar una tregua, la cosa se pone muy complicada.
La de María del Carmen es una más de esas historias que se transformaron a la misma velocidad que la icónica imagen de la caída del campanario del pueblo, engullido por el feroz caminar de la lava y el fuego.
Tras un tiempo con su hijo, hace seis meses que llegó a los contenedores de Los Llanos de Aridane. De donde cree que no saldrá nunca. «Estoy resignada. Mucho más no podré hacer. Me dieron 60.000 euros por la casa que perdí, pero qué puedo hacer con ellos. Con eso apenas me daría para comprar un solar, no me daría para construir», enuncia.
Ella quiere ser vitalista, pero no siempre se puede. Reconoce que no todos los días recoge las fuerzas suficientes para ir a dar un paseo al pueblo. Le faltan sus referencias. Sus amigas, sus vecinos.Los lugares en los que construyó una vida desde que era una adolescente y hasta que la erupción del volcán se manifestó con toda su fuerza.
Los tres actos que se cuentan aquí de esta historia no son historias excepcionales. El orificio que corona Cumbre Vieja ha troceado muchas vidas, arrasado muchos hogares. Ha sembrado de tristeza una isla hermosa que sigue presumiendo de pulmón a pesar de que tras el volcán los incendios han querido robarle más metros a su alma.
Y aunque ya estén cansados de hablar del volcán, de peritar sus consecuencias, de intentar sanar la herida colectiva de un archipiélago, la brecha sigue abierta y habrá heridas que no podrán coser jamás.
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Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Jon Garay
Jon Garay e Isabel Toledo
J. Arrieta | J. Benítez | G. de las Heras | J. Fernández, Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Julia Fernández
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