Un clamor juvenil está empujando el mundo. No son todos, no son expertos, y vistos de lejos brillan por su sencillo radicalismo. Pintan una cartulina, dibujan un mensaje, pero empiezan a parecer sospechosos. A Greta, por ejemplo, ya le están poniendo sordina los que tiran de desprecio para hacerse oír. No se trata sólo de Trump y su horda de poderosos señores del petróleo. La exigencia es inquietante; soluciones para el mundo ya, aquí y ahora. Y algunos, no sólo el rubio americano, se ponen nerviosos. No tienen adolescentes en casa.
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La industrializada cultura de masas y el hedonismo (como reclamo aglutinador) canalizaron la juventud del último cuarto del siglo XX. El mensaje era el concierto, sin más lema que la desobediencia. De la fiesta de París en mayo del 68 apenas quedaba un recuerdo nuboso un año después. Ninguno de los protagonistas de entonces aporta hoy alguna referencia útil, pese a que el mundo se ha vuelto aún más cruel que el de aquellos tiempos. Para resumirlo con cierta crudeza, no cambiaron nada. No alteraron el rumbo de las cosas. El deseo fue laminado por el simple paso del tiempo. Los insurgentes mutaron en sumisos.
Las luchas obreras, mientras tanto, decayeron al mismo ritmo que se limitaron a batallas sectoriales. La miope vigilancia del convenio colectivo no impide que el empleo sea hoy más precario que el de entonces. A esos sectores (empresarios, políticos, sindicales) incomodan unos mocosos con sus cartulinas, porque en ellas te señalan con el dedo. El modelo vigente es la cuestión. ¿Está usted dispuesto a cambiar alguno de sus hábitos cotidianos para mejorar esto?
Imaginar un mundo distinto a este sirve de refugio a la alegría. No se trata de darle la razón, sino de hacerles caso.
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