La fastuosidad amarga de la ‘dolce vita’

«Paolo Sorrentino orquesta un apabullante despliegue visual para desarrollar un ameno tratado sobre la frivolidad, el hedonismo y las actitudes impostadas, justo lo que las redes sociales se empeñan en calificar como ‘postureo’»

Lunes, 20 de julio 2020, 07:37

La belleza visual y la ausencia de sentido de la vida son dos cuestiones del gusto del realizador napolitano Paolo Sorrentino(1970). En su anterior trabajo, Un lugar donde quedarse, exhibió una profusa y cuidada fotografía que, junto al humor, almibaraba un drama sobre lo efímero de la vida. Sin embargo, y a pesar de la soberbia interpretación de Sean Penn como un decadente cantante de rock gótico, su obra naufragó, quizás por su exceso de pretenciosidad; por lo ampuloso de la apuesta.

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Ahora, enLa gran belleza, el italiano coge el toro por los cuernos y orquesta un apabullante despliegue visual para, precisamente, desarrollar en la pantalla un ameno tratado sobre la superficialidad y el hedonismo. Una banalidad repleta de actitudes impostadas que poco a poco van ganando terreno y se convierten en elementos esenciales de nuestra vida cotidiana. Sorrentino aborda lo que últimamente las redes sociales se han empeñado en calificar como postureo, una forma de comportarse que no deja de ser un entretenido juego de máscaras, muy útil para esconder nuestra auténtica naturaleza, más simple e insulsa.

Y es que la cinta, como las buenas obras de arte, plantea más preguntas que respuestas. ¿Acaso hablar de Proust es menos frívolo que explicar una receta de albóndigas? ¿Qué intentamos ocultar bajo nuestras imposturas? ¿Toda la cultura es frívola? ¿El hedonismo puede ocuparlo todo? ¿Nos puede llegar a anular?

Jep Gambardella, al que da vida el actor Toni Servillo, es el encargado de guiarnos en esta reflexión. El periodista cultural se rodea de supuestos intelectuales, artistas, nobles decadentes, curia del Vaticano y ricos indolentes. Vive por la noche, en fiestas en las que suele beber para olvidar su existencia vacía y solitaria. Pero nuestro héroe romántico se acerca al ocaso de su vida y no puede evitar hacer balance. «El descubrimiento más importante que he hecho después de cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo haciendo cosas que no quiero hacer», dice rotundo este periodista de mirada hedonista que detecta la belleza en todas partes.

En esta tarea, Sorrentino ha contado con la complicidad de una ciudad disparatada, bella y frívola por naturaleza: Roma. Por momentos, la Ciudad Eterna acapara todo el protagonismo de la película. En la pantalla se suceden estampas ultracatólicas endémicas de la capital italiana; mansiones renacentistas, fuentes habitadas por esculturas, jardines palaciegos, iglesias sobrecogedoras, la inmortal Piazza Navona, tertulias con el coliseo de fondo e incluso las enigmáticas ruinas de las termas de Caracalla. Además, la película está trufada de maravillosas escenas surrealistas; unas veces causadas por la excentricidad de los personajes y, otras, por los sueños de nuestro protagonista.

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Dicen que el trabajo de Sorrentino es uno de los mejores largometrajes del año. De hecho, el cineasta italiano ganó en la categoría de mejor película en la última edición de los Premios del Cine Europeo.

No obstante, que se empeñen en encumbrar al napolitano como el mejor autor de la cosecha reciente del séptimo arte no deja de ser un ejercicio de frivolidad. Una bonita etiqueta que podemos sacar a relucir en cualquier tertulia de cinéfilos y que puede ayudar a llenar un párrafo en una crítica. La banalidad es muy fácil de conseguir, sin embargo, acercarse a la belleza es mucho más complicado y Sorrentino lo ha conseguido con creces.

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