La China de Rosa Polo | Día 1 (España-Chongqing)
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La China de Rosa Polo | Día 1 (España-Chongqing)
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El miércoles es un día tonto, anodino, perdido en medio de la semana. Nada relevante puede pasar un miércoles, y esa es una convención aceptada por todo el mundo. Menos por mi señorito, claro: «¿Has estado alguna vez en China?», me soltó por WhatsApp. Y el miércoles explotó.
No es que yo sea desagradecida, es que soy de metabolismo lento y me cuesta asimilar tanto los hidratos como las buenas nuevas. Porque que te manden a China a hacer reportajes es una noticia extraordinaria, pero una tiene sus tiempos. Que he de terminar no sé cuántos artículos. Que mi santo está hasta arriba de curro. Que tengo que revisar '55 días en Pekín', 'Sorgo rojo' y 'Kung Fu Panda'. Que me gustaría leer los cuatro libros de Confucio. Y que tengo que ir a la peluquería, porque con estos pelos estropajosos no me dejan entrar en esa república, por muy popular que sea.
Afortunadamente, en nuestra ayuda acuden amigos que ya han visitado el país y que, además de recomendarme protectores de estómago por aquello del picante, me pasan sus enlaces. Marta, una profesional con la que me ponen en contacto, se convierte en mi brújula: «Lee esto, y esto, y esto otro. Y cómprate una eSIM y descárgate WeChat». Mi sobrino Edu me ayuda a instalar esta nueva red social (venga, otra más, que no tengo bastantes) mientras veo el itinerario del viaje y compruebo que, efectivamente, sé de China lo mismo que de pavos 'preñaos': pasaremos el primer día en Chongqing y, después, iremos a las provincias de Guizhou y Yunnan. No tenemos ni idea de dónde están. Cogemos un mapa, comprobamos que se encuentran al suroeste de China e intentamos pronunciar los nombres impronunciables de ríos, ciudades y montañas.
Al menos, no tenemos que ocuparnos de nada porque es un viaje organizado. Qué digo organizado: organizadísimo. La agenda es un no parar. Y, encima, vamos con un grupo de suizos y austriacos; total, que no voy a poder pegar la hebra con nadie. Menos mal que el heredero chanela inglés que es un primor, algo que nos llena de orgullo y satisfacción: por fin veo el fruto de la insistencia parental con los idiomas. Además, el tipo se muestra entusiasmado: desde que estudia Políticas y Sociología, se ha convertido en un personaje de 'La Chinoise'.
Conforme se acerca la partida crece el agobio, pero también la felicidad: ¡caramba, que es China! La de la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida, la de la seda y la porcelana, la del arroz glutinoso y el pato laqueado, la de Marco Polo y sus viajes. Aún no nos creemos que, en unas horas, aterrizaremos en el continente que contiene todas esas palabras mágicas.
En Barajas embarcamos rumbo a Chongqing. Se escribe así, pero se pronuncia Chonchín, como si fuera una mujer de Andrés Pajares: Chonchi, Conchi y Chonchín. Volamos con Hainan Airlines, y nos quedan once horas y pico por delante apaciguadas por comida, una mantita, un cojín y unas azafatas que parece que se han escapado de 'In the mood for love', la película de Wong Kar-Wai. Qué piel. Y qué uniforme: es un 'qipao' precioso. Estoy por secuestrar el avión para quedarme con uno. Aunque no creo que me quepa.
En las pantallas del avión aparece el recorrido: sobrevolamos Europa entera y parte de Rusia hasta llegar a China. Qué pequeños somos. España parece tan diminuta como Genovia, el reino de 'Princesa por sorpresa'. Jugamos a geógrafos por un rato, leo los libros que me ha recomendado Marta y dormimos unas horas hasta que aterrizamos en Chongqing. «Enjoy the views», dice el piloto. ¿Qué vistas? Una niebla espesa lo cubre todo. Pero ya estamos aquí. Y la primera sorpresa me la llevo antes de abandonar el aeropuerto: en el aseo no hay taza, sino un agujero en el suelo rodeado por un rectángulo de cerámica de la marca Toto. El Toto en Chonchín. El choque cultural era esto.
A la salida de la terminal nos esperan un hombre y una mujer. Ella porta un cartel enorme en rojo y amarillo con mi nombre, un torero y una flamenca. Suelto un ¡ole! para no decepcionarlos. Se llaman Li y Diane. Segunda sorpresa: si sus nombres chinos son complicados, se ponen nombres occidentales para facilitarnos la vida.
Ya hemos desayunado en el avión, pero nos llevan al hotel para refrescarnos y tomar algo. Hay sopas, arroz, bollitos pálidos al vapor y algo parecido a un churro. Mi santo se tira a por él cual Terelu, yo a por el café y el heredero, con ese estómago de acero propio de sus diecinueve años, a por un plato de arroz con cosas. Redesayunados, nos ponemos en marcha: Chongqing nos recibe con lluvia, un cielo tan cubierto que pesa y un aire caliente, denso y húmedo que se pega al cuerpo. Estamos en la confluencia del Jialing y el Yangtsé, el tercer río más largo del mundo, y hasta a nosotros, mediterráneos perdidos acostumbrados a sudar, nos impresiona la humedad. Sobre todo a mi pelo: ya soy una escarola. Sabía que tenía que haberme hecho un alisado japonés (perdón, chino) a prueba de monzones antes de venir. Pero nada. Las prisas.
Chongqing es uno de los cuatro municipios bajo la jurisdicción del gobierno central chino. Tiene treinta y tres millones de habitantes, aunque solo (¡solo!) ocho y medio viven en esta ciudad, que parece surgir de una selva montañosa. Las viviendas y los edificios trepan por las colinas, y hay tales desniveles de terreno que puedes entrar en un ascensor de la planta baja, subir veintidós pisos y salir, de nuevo, a la calle. El tráfico, intensísimo, pasa por encima y por debajo de nuestras cabezas. Estamos dentro de 'Blade Runner'.
Tras una visita al Museo de las Tres Gargantas, la presa más grande del mundo, probamos la comida típica de Chongqing: es el hot pot, un caldero que se coloca en el centro de la mesa y al que vas echando todo tipo de viandas: ternera, pescado, setas, vegetales, bolas de calamar… La camarera no para de traer comida, y nosotros la echamos a la parte no picante del caldero e intentamos pescarla con los palillos. ¿Es fácil? No.
Fuera nos espera la estación de metro de Liziba, que para en los pisos del sexto al octavo de un edificio residencial de 19 plantas. Sí, dentro. Es la primera señal de que a los chinos no hay obstáculo que se les resista a la hora de construir infraestructuras. Después, asistimos a una representación en Huguang Guild Hall, un complejo de edificios bellísimos construido en el siglo XVIII. Sudados, muertos de sueño y sin saber muy bien qué estamos viendo, mi santo se queda traspuesto y yo doy una cabezada anotando una frase en el móvil. Lo sé porque, al repasar las notas esa noche, leeré: «Complejo de edificinmdjk».
Nos despierta el té. Li nos enseña a utilizar la tapa de la taza para apartar las hojas de la superficie. Observo que, cada vez que le sirven, golpea un par de veces la mesa con los dedos índice y anular. «Es para dar las gracias. Pero si te lo sirve alguien de mayor rango o más edad que tú, debes dar los golpecitos con los nudillos, como si estuvieras de rodillas», me explica.
Tras el té y la cena, copiosa y riquísima, aún queda el plato fuerte: un paseo en barco por el Yangtsé al anochecer. La visión es alucinógena. Los rascacielos altísimos, los colores deslumbrantes, los millones de leds, los neones con caracteres que no entendemos, los puentes enormes. Ahí está The Crystal, un pasadizo horizontal a 250 metros de altura que se posa sobre cuatro rascacielos. Chongqing, una ciudad con tres mil años, vive en el futuro. Nosotros, en cambio, vivimos en estado de coma: llevamos levantados treinta y tantas horas y solo nos han mantenido despiertos la adrenalina y el asombro de un lugar fascinante. Al fin, nos vamos a la cama pero, cuando parece que voy a coger el sueño, me doy cuenta: estamos en China. Ya no dormiré en toda la noche.
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